miércoles, noviembre 01, 2017

TEATRO. Terrenal. Pequeño misterio ácrata. "Desmitificadora y escandalosamente divertida".

Autor: Mauricio Kartun.
Con: Claudio Da Passano, Claudio Martínez Bel y Rafael Bruza.
Escenografía y vestuario: Gabriela Aurora Fernández.
Iluminación: Leandra Rodríguez.
Dirección: Mauricio Kartun.
XXXIV edición del Festival de Otoño a Primavera. Madrid. Teatro de La Abadía. 20 de octubre de 2017.



Terrenal es una relectura sui géneris del relato bíblico de Caín y Abel. O quizá sería más acertado decir -de acuerdo con los postulados sobre la técnica dramatúrgica que el propio Mauricio Kartun defiende en sus escritos teóricos- que este mito bíblico ha sido tratado por el autor como un “ready made”, como un “objet trouvé”, a la manera en que Marcel Duchamp se servía de un urinario o de una rueda de bicicleta para convertirlos en obras de arte.

Descontextualizado del corpus de textos sagrados del Antiguo Testamento (libro del Génesis, 4) Mauricio Kartun nos obliga a mirar este relato de rivalidad entre dos hermanos con final trágico desde otro punto de vista, trastocando así su significado primitivo unívoco y estableciendo una prudente y saludable distancia irónica que abre el relato a nuevas significaciones. De hecho, estos entes de ficción que responden a los nombres de Caín y Abel, vendrían a representar, el primero, a un empresario de éxito defensor del ahorro y de la propiedad privada, y el segundo, a un marginado social, indolente, ocioso a tiempo casi completo y dispuesto a gozar en libertad de los dones que le ofrece la madre naturaleza; dos actitudes contrapuestas, dos visiones del mundo, que podría interpretarse -como ha insinuado algún crítico-, como el resultado de abrazar hasta sus últimas consecuencias uno y otro de los modelos organizativos de la vida civilizada: el capitalista y el ecosocialista.

Respecto a la conformación del tercero de los personajes, Tatita, no se lleva menos lejos esa voluntad de resignificación de la que hablamos arriba: trasciende con creces su referente bíblico, Yaveh, que se limita a interpelar a Caín acerca de la muerte de su hermano y a condenarle a llevar una vida errante. Aquí resulta ser un hibrido de deidad y progenitor/abuelo de los susodichos que vuelve tras largos años de ausencia para aclarar los términos de la herencia -cosa que preocupa sobremanera a Caín-, correrse una juerguecita y cotejar cual ha sido el resultado de la educación de sus vástagos. Su manifiesta predilección por Abel, sirve de catalizador de la envidia que ya de por sí le profesa Caín y que será el desencadenante del homicidio, pero no sólo. En una vibrante escena final reconviene a Caín por haberse dejado arrastrar por los peores de los males, el odio, la ambición y la vanidad; entona un vibrante y solemne canto a la controversia, a la lucha -dialéctica- como motor del progreso y realiza un juicio sumarísimo -en la persona de Caín- a la humanidad toda, por haber puesto una “letra” equivocada a la “música”, a la armonía, del universo, única creación, por cierto, de la que este peculiar Hacedor se considera responsable.

Se trata de un texto enjundioso, plagado de reflexiones de fondo sobre la condición humana, de citas bíblicas o de referencias a conceptos de economía política que se abren paso como alusiones o a través de las asociaciones libres de palabras, dentro de un intercambio verbal rápido, fluido cifrado en un léxico rabiosamente de coloquial trufado de figuras retóricas, refranes populares y de argot gauchesco, como corresponde a unos personajes ubicados no en los aledaños del Paraíso Terrenal sino en una indefinida región de la Pampa Argentina. En cualquier caso un lenguaje de un altísimo grado de elaboración artística que trasciende lo local y contribuye a universalizar el mensaje y que constituye uno de los alicientes de este montaje.

Los otros focos de interés, desde luego, tiene que ver con la concepción del espectáculo y con el trabajo de actuación -soberbio- y de construcción de personaje. Mauricio Kartun está en posesión de ese sentido instintivo de la teatralidad que hace creíbles las situaciones más inverosímiles; su historia se sitúa en un tiempo, pero también “fuera del tiempo”, protagonizada por unos seres que son muy reales pese a semejar verdaderos espectros surgidos de entre los ajados cortinajes bambalinas y rompimientos de un escenario decrépito. Y es que el autor y director argentino insiste en mostrarnos que estamos en el reino del Teatro. No el grandilocuente Teatrum Mundi como desearía el jactancioso Caín, sino un vulgar teatrito de variedades.

Émulos del Vladimiro y Estragón becquetianos -en su fisonomía clownesca, en su inacción y en la desesperante circularidad y reiteración de sus argumentos- los hermanos aguardan, también, una aparición que tiene el efecto contrario del esperado: confirmarles en sus respectivas posturas vitales antitéticas, irreconciliables. Uno y otro nos conmueven por su ingenuidad, por su ternura, casi; sus querellas se dirimen como si se tratara de un juego de niños enrabietados por un quítame allá esas pajas. Y es que los términos del conflicto se desplazan por completo al plano de la farsa: desde el atuendo, hasta la caracterización -y ello puede hacerse extensivo también a Tatita embutido en un adusto traje de gaucho- pasando por los cachiporrazos y los efectos sonoros, todo nos retrotrae al mundo del circo y se advierte en todo el trabajo actoral, con el cuerpo, con el gesto, un deliberado intento de ir hasta el fondo de lo grotesco, de la caricatura, de la carga paródica extrema; y lo mismo con la interpretación verbal del papel: en un riguroso ejercicio de coherencia artística los intérpretes consiguen teatralizar al máximo la palabra, llevarla -como quería Ionesco- al paroxismo, a la desmesura.

Una obra desmitificadora, que plantea una honda reflexión sobre el ser humano y sobre la evolución de la sociedad, desarrollada en términos de una comicidad desbordante y servida por un extraordinario trabajo actoral. Una velada memorable.

Gordon Craig.

Teatro de la Abadía. Terrenal.

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