lunes, abril 11, 2016

TEATRO. Ana el once de marzo. "A los ausentes, con amor".

Con: María José Alfonso, Blanca Rivera, Marta Larralde, Laura Toledo y Ana Peinado.
Espacio sonoro: David González
Dirección: Paloma Pedrero y Pilar Rodríguez.
Madrid. Teatro Español, sala Margarita Xirgu.



Paloma Pedrero es sin duda una de las voces más personales de la dramaturgia española de las últimas décadas. Desde el estreno en 1985 de La llamada de Lauren..., no ha dejado de publicar y estrenar, dentro y fuera de nuestras fronteras. Situada en lo que podemos llamar realismo de nuevo cuño (algunos críticos han hablado de “realismo poético de corte urbano”, Liz Perales, El Cultural, 31-X-99), Paloma Pedrero ha creado un universo teatral intimista, casi podríamos decir existencial, si despojamos a esa palabra de sus connotaciones religiosas y filosóficas. Lo que más llama la atención de su ya considerable obra es la entraña humana de sus personajes, la mirada femenina -nunca feminista- comprensiva, indulgente y de acendrado lirismo desde la que explora sus conflictos más íntimos, siempre despojada de cualquier resto de victimismo o de sentimentalismo. Beligerante con los convencionalismos, su teatro es un duro alegato contra la hipocresía y contra el egoísmo que gobierna las relaciones humanas, contra la frivolidad y contra la insolidaridad. Sus personajes son con frecuencia seres desclasados, desarraigados, marginales (como el boxeador sonado o el torero retirado de Invierno de luna alegre o la entrañable troupe de Magia café), seres acosados por la soledad o por la derrota (como Juan, de Una estrella); otras veces son hombres o mujeres comunes sorprendidos en un momento particularmente crítico de sus existencias, momentos en que la búsqueda del núcleo de su identidad personal se hace más perentoria, lacerante incluso, porque, con frecuencia, esa búsqueda choca con la incomprensión del otro, (del amigo, o amiga, o de la pareja, o de los progenitores) o con su afán de dominio, o porque está en juego su libertad. Por eso adivinamos en ellos un indomable espíritu de rebeldía y de afirmación personal.

En el caso de la obra que nos ocupa, ese “momento crítico” al que aludíamos arriba es particularmente doloroso y traumático pues los personajes se van a enfrentar a la prueba suprema, a la irrupción repentina de la muerte en sus vidas a consecuencia de un bárbaro atentado terrorista. El hecho de que sean tres mujeres, la madre, la esposa y la amante de la víctima las protagonistas de la obra permite a la autora contemplar el suceso desde perspectivas complementarias que enriquecen el conflicto, lo intensifican incluso, en la situación de abandono que presentimos para la madre y ante la expectativa de que la esposa pueda confirmar, en tan terribles circunstancias, las sospechas sobre la infidelidad de su marido.

La obra se teje sobre la banda sonora de aquella fatídica mañana del 11 de marzo de 2004 en la que el sonido de las sirenas de las ambulancias y de la policía competía con el de las emisiones ininterrumpidas de la radio y de la televisión aventurando hipótesis sobre la autoría y la dimensiones de la masacre y con el insistente y desolador sonido de los móviles sin respuesta abriéndose paso en el silencio angustioso que siguió al ruido de las explosiones. Ana, la madre de Ángel, en su habitación de una residencia de ancianos “dialoga” -desvaría, más bien- ante la mecedora donde está colgada la chaqueta del hijo ausente. Ana, mujer de Ángel, espera, junto a Amina, una marroquí que ha acudido como ella a un hospital de referencia en busca de información; y en otro extremo del escenario Ana, la amante, acaba de terminar su sesión diaria de footing y va a cambiarse de ropa para ir a trabajar cuando se entera de lo sucedido por la televisión. Las tres, a su manera, pero sobre todo la esposa y la amante, en un crescendo controlado de la tensión dramática, van a vivir la angustia de la espera, el shock tras la confirmación definitiva de la pérdida del ser querido y la rabia y la impotencia ante los hechos consumados, con la conciencia lúcida de la inevitabilidad de lo sucedido y de que la vida tiene que seguir, pese a todo, adelante, como se refleja en esa imagen formidable del final, de las cinco mujeres arremangándose literalmente para levantarse y cargar de nuevo con el “mundo”.

Aparte de asistir a una fidedigna recreación -impregnada siempre de un aura poética, marca de la casa en todos los montajes de Paloma Pedrero- de esa atmósfera mezcla de miedo, rabia e incertidumbre que paralizó a la ciudadanía esa aciaga mañana de marzo, el espectáculo ofrece una inmejorable oportunidad para disfrutar con el trabajo de las actrices, espléndido, sin reservas. Tienen mayor ocasión de lucimiento Marta Larralde, la amante, que es el personaje más redondo y, por el que, quizá, tiene mayor predilección la autora y el de María José Alfonso, la madre, que es la que concita las mayores simpatías del público en sus momentáneos ataques de sinceridad en los que se explaya con agrio sarcasmo no exento de amargura sobre la condición de los hombres. Sumida en un presente nebuloso, con esporádicos instantes de lucidez en los que recuerda los mejores momentos de su vida pasada, arrullando en efigie a su tierno retoño con el traqueteo de fondo del tren, o abrazada con terror a su cuidadora tras el pálpito por el que ha presentido la muerte del hijo, es la viva imagen del sufrimiento y del desamparo. Pegada al teléfono, presa del desconcierto, primero, luego de la congoja, de la desesperación, de la incredulidad; rememorando, con voz temblorosa por la angustia, hasta los más mínimos detalles de su primer encuentro con Ángel, Ana, la amante, (Marta Larralde) nos conmueve hasta las lágrimas y nos recuerda a la heroína de La voz humana de Jean Cocteau, pegada también al teléfono implorando que no se corte la comunicación, en una despedida memorable.

Hay que ver Ana once de marzo; un antídoto contra el olvido, un emocionado homenaje a los ausentes pero también a quienes salvaron la vida pero de un modo u otro vieron truncado su proyecto de futuro en aquel injustificado y horrendo acto de barbarie.

Gordon Craig.


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