viernes, febrero 26, 2016

TEATRO. Vida de Galileo. "La razón contra el oscurantismo".

De Bertolt Brecht
Traducción: Miguel Sáez.
Con: Chema Adeva, Marta Betriú, Paco Deniz, Ramón Fontserè, Alberto Frías, Pedro G. de las Heras, Ione Irazábal, Borja Luna, Roberto Mori, Tamar Novas, Paco Ochoa, Macarena Sanz, Alfonso Torregrosa y Pepa Zaragoza.
Músicos: Javier Coble, Pau Martínez y Kepa Osés.
Composición Musical: Hanns Eisler.
Espacio escénico: Paco Azorín.
Dirección: Ernesto Caballero.
Madrid. Teatro Valle-Inclán.



Galileo Galilei (1564-1642) fue un matemático y filósofo de la naturaleza -como se denominaba entonces, en sentido lato, a los científicos- que ha pasado a la historia, sobre todo por haber sido el primer estudioso cuyas observaciones en astronomía pusieron en entredicho el sistema aristotélico-ptolomeico imperante que consideraba la Tierra como centro del universo. Sus descubrimientos, que vinieron a demostrar la teoría heliocéntrica de Copérnico, no sólo alteraron sustancialmente el paradigma científico de la época, sino que amenazaban con desestabilizar la cosmovisión medieval y todo el sistema de creencias en el que se sustentaba el poder omnímodo de la Iglesia. La rápida expansión y popularidad de sus teorías -expuestas en su tratado de 1610 Sidereus nuncius (“El mensajero de los astros”)- le pusieron en el punto de mira de los guardianes de la ortodoxia. Detenido por la Inquisición en 1633 fue sometido a juicio y obligado a retractarse de sus ideas.

No es de extrañar que este científico, con innegables dotes para la experimentación y para el razonamiento lógico, símbolo de la lucha de la razón contra el oscurantismo y personificación de una “Nueva Era” concitara las simpatías de un Bertolt Brecht que estaba precisamente alumbrando un nuevo teatro para la “era científica”, que debía liberarse también de la superstición y del irracionalismo. Además, en plena II Guerra Mundial, cuando muchos científicos hubieron de confrontar sus ideales humanistas y de progreso con su actividad al servicio de una industria de la guerra, la figura de Galileo y su “traición” a la verdad venía como pintiparada para reflexionar acerca de la responsabilidad social del científico.

La versión y el montaje de Ernesto Caballero, hacen justicia a la complejidad de una obra -cimera, sin duda, dentro del universo dramático brechtiano- máximo exponente de las inquietudes ideológicas del autor y paradigma de la renovación formal que el dramaturgo estaba llevando a efecto y que acabaría rompiendo con la tradición del teatro aristotélico; un teatro -el de Brecht-, que propende más a la reflexión ética que a la introspección psicológica; un teatro antiilusionista que buscaba la simplicidad argumental, el tono humorístico, la ironía, la paradoja, y que cultiva una visión precisa, objetiva y analítica de la escena y del trabajo de los actores. Quizá sea esta último, lo más difícil de llevar a la práctica, y por ello es ahí donde radica uno de los mayores aciertos del montaje. Servido por una sencilla pero atinada escenografía de Paco Azorín que huye de la “frontalidad” para situar al público e derredor de la escena, el teatro entero se transforma en un ágora, en un foro, en un espacio publico abierto, comunitario, que favorece la participación de los espectadores, en pie de igualdad con los actores, que frecuentemente entran y salen del personaje para evitar la identificación y el encantamiento, de modo que el espectador mantenga su mente fría para enjuiciar lo que se le propone desde el escenario: nada menos que esa pugna de la razón, del espíritu crítico por abrirse camino frente oscurantismo, la ignorancia y el prejuicio.

Ernesto Caballero nos regala un montaje genuinamente brechtiano, con una incisiva lectura del texto y con una depurada técnica escénica-escenográfica, donde todo, desde el “gestus” y el movimiento de los actores hasta la composición, está meticulosamente planificado en sus más ínfimos detalles durante las más de dos horas que dura la representación. Cabe resaltar la soberbia música e interpretación de los breves entreactos cantados así como las líneas extremadamente simples de la escenografía, y el valor simbólico de algunos elementos como las escalinatas laterales o el espacio central circular giratorio como recuerdo permanente de la rotación de los cuerpos astrales. Las circunstancias y los entornos físicos de determinado episodios de la vida de Galilleo están hábilmente sugeridos a través del vestuario, como las máscaras del carnaval veneciano o los tocados de los eclesiásticos; o a través de las proyecciones, como la de la cúpula de la basílica pontificia, o incluso a través del cuerpo de los actores como en las estatuas (de Apolo, de la Piedad, o de otras composiciones escultóricas) ornato de las suntuosas estancias del Vaticano. Muchas escenas provocan un notable impacto estético, como la del baile en el palacio del cardenal Belarmino, o la que rememora el carnaval veneciano, con sus tétricas máscaras y los mórbidos cuerpos de las cortesanas, o como el boato de la ceremonia de investidura del nuevo Papa Urbano VIII.

Cabe consignar, en fin, el buen trabajo de conjunto del numeroso elenco que se desdobla en multitud de personajes. Aún a riesgo de resultar injusto con el resto, no me resisto a mencionar a Macarena Sanz, la dulce, condescendiente e ingenua Virginia; a Borja Luna como el joven e impulsivo Ludovico Marsili, cuya cordialidad se torna en animadversión tras el juicio de Galileo; a Tamar Novas, el voluntarioso y entusiasta Andrea Sarti que transita de la veneración del discípulo predilecto a la más amarga de las decepciones al considerarse traicionado; al bondadoso y pusilánime Sagredo (Alfonso Torregrosa) o al intrigante cardenal inquisidor (Paco Ochoa). Roberto Mori, como “pequeño monje” nos proporciona durante el cuadro VIII, una de las escenas más notables de la obra, intentando explicar las supuestas bondades del decreto inquisitorial para justificar su deserción del bando del maestro. Notable es, asimismo, el trabajo de Ramón Fontserè en un afable, dicharachero y bienhumorado Galileo, una extraña combinación de “bon vivant” y de científico determinado en su proyecto de proseguir a toda costa con sus investigaciones. Ocasionalmente presa del entusiasmo y de la exaltación -tras sus primeras observaciones por el telescopio, por ejemplo-, resultan admirables, su ironía, su sentido práctico y la contención, la serenidad y la presencia de ánimo con la que se enfrenta a los diversos avatares de su existencia. Y su empecinada confianza en la “suave violencia de la razón sobre los hombres”.

Gordon Craig.


No hay comentarios: