domingo, enero 31, 2016

TEATRO. Tres hermanas. "Un canto a la esperanza".

De Anton Chéjov.
Con: Victoria Dal Vera, María Pastor, Ariana Martínez, Raúl Fernández, Susana Hernáiz, Juan Pastor, José Bustos, José Troncoso, José Maya, Carles Moreu y Aurora Herrero.
Vestuario y ambientación: Teresa Valentín-Gamazo.
Espacio sonoro: José Bustos.
Dirección: Juan Pastor.
Madrid. Teatros del Canal.



Cuando en una de sus frecuentes y desafortunadas muestras de zafiedad, Natacha, enseñoreada ya de la casa familiar de los Prozorov, afirma su propósito de talar los árboles de la avenida que conduce a la mansión, uno no puede por menos de recordar, repercutiendo en su cerebro, los golpes sordos de hacha con los que termina El jardín de los cerezos y le asalta el mismo sentimiento de pérdida que a Andréievna Ranésvskaya, que acosada por los acreedores tiene que abandonar su casa de campo, solar de su niñez, e irse a la ciudad. Como ella, también Olga, Masha e Irina, ven con horror que con la desaparición de los abedules de la avenida desaparecerán también los recuerdos de una infancia feliz materializados en ese entorno campestre de bellos atardeceres de la ciudad de provincias a la que llegaron con su padre, ahora fallecido, hace varios lustros.

Y es que en Tres hermanas, como en la ya citada El jardín de los cerezos, y como en casi todas las obras de Chejov, hay un ancho espacio para la nostalgia. Sus personajes tiene un apego casi enfermizo al pasado, a un mundo que se derrumba irremediable en incomprensiblemente, al menos para los adultos -no para los más jóvenes, como Irina en Tres hermanas o Ania y Petia de El jardín de los cerezos- sin que puedan hacer nada por evitarlo. De hecho, esa “euforia por los recuerdos” -para expresarlo con palabras de Botho Strauss- proviene precisamente de su incapacidad para tomar conciencia plena de la realidad y del presente. Y es ahí, en ese nudo gordiano, entre la nostalgia por un pasado irrecuperable y la esperanza en un futuro ilusorio e incierto -el que les proporcionaría un trabajo y la vida en Moscú-, donde se inscribe el drama personal de los personajes -particularmente de las tres hermanas-, que la obra dramatiza, donde vamos a saber de sus alegrías y tristezas, de sus vanas ilusiones, de sus amores no correspondidos, del desgarro de la separación y, sobre todo, de su desoladora y honda frustración, mientras se ahogan en un ambiente provinciano, mediocre y vulgar que asfixia cualquier posibilidad de cambio.

Carente de acción externa y pivotando sobre los más nimios episodios de la vida cotidiana, como atender a las visitas, celebrar un cumpleaños con la familia y los amigos, rememorar una efemérides o comentar los pormenores de una agotadora jornada de trabajo, en esta obra todo se ventila a nivel de las emociones y de los sentimientos. Y ello ha de hacerse como en sordina huyendo del melodrama, que tanto desagradaba a Chejov. Para amortiguar las manifestaciones de ese turbulento mundo interior los actores tienen que hacer un gran esfuerzo de contención, e incluso recurrir, instados, supongo por el director de escena, a las actitudes y acciones más extrañas, como la pasividad de Andrei ante las intemperancias de Natacha, o en su indolente confesión a sus hermanas de que ha hipotecado la casa, enunciando la noticia como si fuera la cosa más natural del mundo; o la frialdad de Tusenbach en la escena de la despedida de Irina, antes del duelo y cuando el barón sabe que se dirige a una muerte segura; o, por el contrario, impostando desmesuradamente la voz y adoptando poses grandilocuentes, como cuando Natacha echa de casa a Anfisa con cajas destempladas, cuando Soliony amenaza ante Irina a cualquier rival que quiera interponerse entre ambos, o en la teatralización excesiva a la que recurre en multitud de ocasiones Masha para ocultar sus sentimientos. En todos los casos, empero, se percibe en la propia desmesura de sus salidas de tono y en la sobreactuación una suerte de censura implícita del autor, como si desautorizase esas concesiones al dramatismo impidiendo que las tomemos en serio. Ni en el famoso tercer acto, el pavoroso incendio que asola el vecindario consigue destemplar los nervios de los protagonistas ni desestabilizar el lento discurrir de las horas; aunque es probable que ese estado de agitación general “anime” a Masha a confesar a sus hermanas el secreto de su amor por Vershinin en una escena, por cierto, clave, un momento álgido dentro del desarrollo de la trama, y cuya correcta resolución, en términos de dirección y de trabajo actoral, podría constituir por sí sola un indicio cierto para valorar en conjunto el montaje.

Revelar estos y otros muchos, muchísimos, aspectos de una caracterización tan matizada y minuciosa del mundo interior de los personajes como la que hace Chejov es mérito, como ya he dicho del director, Juan Pastor, un buen conocedor del dramaturgo ruso, y, obviamente de los actores, formados la mayor parte en la “escuela” de la Guindalera, de filiación naturalista. En esta ocasión encontramos en la construcción de los personajes, junto a unas dosis justas de psicologismo una cierta racionalización del movimiento y de la expresividad corporal que nos retrotrae a Meyerhold. Todos encaran su cometido con valentía y solvencia insuflando aliento a unos personajes complejos que transitan progresivamente del entusiasmo y despreocupación iniciales, plasmados espléndidamente en la escena del cumpleaños de Irina, al desamparo y desconcierto del final, cuando la guarnición abandona el pueblo, y tienen que encarar las consecuencias de lo que ha sucedido en esos dos años largos que recrea la obra, pertrechados únicamente de una vaga e ilusoria esperanza en el futuro. Con el estridente sonido de las marchas militares que se pierde en la lejanía se pierden también sus expectativas de felicidad o de su siempre preterido deseo de volver a Moscú, la tierra prometida donde vivir el ideal del matrimonio o de una mundanidad soñada, de experiencias excitantes, de sensibilidad, de cortesía, frente al rudo, grosero y alienante ambiente provinciano que las atenaza.

Gordon Craig.

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