martes, noviembre 24, 2015

TEATRO. El Público. "La verdad en el teatro y la verdad del amor".


De Federico García Lorca.
Con: Nacho Vera, Pep Tosar, Nao Albert, Guillermo Weicker, Laia Duran, David Boceta, Jesús Barranco, Pau Roca, María Herranz, Jorge Varanda, Jaime Lorente, David Luque, Irene Escolar y Juan Codina.
Escenografía: Max Glaenzel.
Iluminación: Carlos Marqueríe.
Dirección: Álex Rigola.
Madrid. Teatro de la Abadía.
 

Es un lugar común entre la crítica académica calificar a las últimas obras dramáticas de Federico García Lorca (Asi que pasen cinco años, El Público y la inconclusa Comedia sin título) de “teatro imposible” o de “teatro irrepresentable” (el propio autor dudó de su “viabilidad” escénica, al menos para el teatro de su época, primeros años 30 del pasado siglo). El montaje de El público que ha hecho Álex Rigola y que puede verse en la sala San Juan de la Cruz del teatro de la Abadía hasta finales de noviembre desmiente taxativamente esta afirmación y constituye una gozosa y estimulante experiencia personal y estética, salvado el vértigo que supone adentrarse en el rico universo simbólico con el que el poeta desvela su convulso mundo interior, sin tapujos ni contemplaciones hasta en sus detalles más escabrosos.

La obra no se articula en un argumento de tipo convencional. En pleno proceso de indagación sobre la naturaleza misma del teatro, sobre los límites de la representación y de experimentación con el lenguaje poético, Lorca se va a servir de una imaginería marcadamente surrealista y de una complicada estructura en la que se conjugan tiempos y perspectivas distintas que cuajan en dos tramas paralelas -al modo de los dos planos realidad/ficción de Seis personajes en busca de Autor, de Pirandello-, la del mundo exterior, la del teatro “al aire libre” según expresión de uno de los personajes (teatro convencional, de puro divertimento), y la del teatro “bajo la arena”, el teatro verdadero que trataría de revelar realidades íntimas y sentimientos profundos y de despertar la conciencia aletargada de los espectadores viciados por la práctica generalizada del drama burgués.

 Teatro dentro del teatro, pues, con personajes traspuestos al pasar de uno a otro plano de la acción -por ejemplo, la “Figura de pámpanos” (Gonzalo) y la  “Figura de cascabeles” (Enrique) del cuadro segundo (“Ruina Romana”) son respectivamente las figuras del Hombre 1 y del Director del cuadro primero, o las de “Traje blanco de Arlequín” y  la del “Traje de bailarina” del cuadro cuarto-; lucha entre los diferentes disfraces tras los que se oculta la verdadera identidad, un desprenderse de la máscara de la moral que impide que se manifieste la verdadera personalidad del individuo. Teatro dentro del teatro en el cuadro cuarto, también, donde se evoca a través de la figura de una Julieta salida de su tumba, la máxima expresión de la tragedia amorosa protagonizada por los amantes de Verona; o en el cuadro quinto donde Lorca hace entrar en el mundo fantástico de la obra, envueltas en sus abrigos de pieles, a las Damas del mundo real, o en el que convierte al Público en personaje haciéndolo participar en la revuelta que se ha desencadenado contra el Director del montaje de la inmortal tragedia shakespeariana.

Lidiar con una trama de complejidad tan extrema no está al alcance de cualquiera, pero, como hemos dicho arriba, Álex Rigola sale más que airoso del empeño apoyado a nuestro juicio en dos pilares fundamentales: el riguroso tratamiento del lenguaje lorquiano, cuya deslumbrante imaginería y su crudo realismo encuentra el encaje apropiado en la voz y el cuerpo de los actores y en la acertadísima y, en ocasiones libérrima, interpretación del rico universo simbólico del dramaturgo. Consecuente con la sugerencia que nos hace en las breves líneas escritas para el programa de mano del espectáculo, en las que nos invita a introducirnos "freudianamente” en la cabeza de Lorca, todos los elementos plásticos y visuales del montaje parecen enderezados a sumergirnos en las profundidades del sueño y a contemplar imágenes que parecen sacadas del subconsciente, empezando por esa figuras de rostros enlutados de Magritte que nos reciben en el vestíbulo y terminado por la atmósfera marcadamente onírica -con vestigios del Music Hall- del espacio escénico creado Max Glaenzel y por la iluminación tenebrista de Carlos Marqueríe. Dejando de lado las acotaciones del propio autor, Rigola reinterpreta la iconografía tradicional aplicando una rigurosa labor de simplificación de elementos escenográficos (escaleras, biombos, arcadas, ..., y de estilización y despojamiento en el vestuario, como en los atuendos de Traje blanco de Arlequín (una simple gola) y Traje de bailarina (un tutú almidonado) o como en los desnudos integrales de los Caballos blancos (dos viriles garañones y una jaca de ijares de junco y de broncíneos pechos) que constituyen quizá la mejor plasmación posible de las fantasías eróticas del Director; siguen la misma tónica la figura de Elena, una estilizada y hierática mujer-maniquí con vestido rojo de cola; o el Centurión del cuadro segundo metamorfoseado en un gigantesco conejo de peluche, émulo de Bugs Bunny, ensangrentado y pertrechado de un bate de béisbol. Al extremo de simplificación metonímica se llega en la metamorfosis del Director y del Hombre 2 mediante un ligero toque de lápiz de labios o en las contorsiones y en la gesticulación grotesca de la Dama 5 (impresionante María Herranz) de la que se sirve Rigola para representar la colección de caretas que llenan el armario que preside el solo del Pastor Bobo.

El elenco en su conjunto hace un trabajo espléndido desdoblándose en una multiplicidad de papeles y en una interminable gama de tonos, gestos y actitudes, desde el sutilísimo intercambio de miradas y poses insinuantes del cortejo del cuadro segundo que bordan Jorge Varanda (Figura de Pámpanos) y Jaime Llorente (Figura de Cascabeles), abandonados a la voluptuosidad de los cuerpos desnudos o contrariados en la riña de amantes lanzándose inocentes reproches, pullas e invectivas, hasta la inquietante figura de andar cimbreante y ademanes cautelosos del Caballo Negro/Prestidigitador de un Juan Codina en estado de gracia. Su rostro impenetrable, de mirada fría y sibilina, su estudiada gestualidad de nigromante hacen de su figura enjuta embutida en un traje negro la efigie del mismísimo Ángel de la Muerte. Last but not least y sin hacer demérito del resto del elenco que como digo está muy acertado en la construcción, en muchos casos, de personajes-símbolo, no puedo dejar de mencionar a Irene Escolar, que es una verdadera fuerza de la naturaleza, ya como dama enlutada y doliente madre de Gonzalo que se presenta como la Virgen María ante los soldados del sepulcro para reclamar el cuerpo de su hijo, ya como una Julieta rebelde, enardecida y vehemente que parece tener su ascendiente en otras heroínas de Lorca más que en la amante de Verona. El final del cuadro cuarto rodeada de los tres lúbricos Caballos blancos que quieren subirla a su grupa constituye una escena antológica de una fuerza dramática y de una belleza plástica  turbadoras.

Gordon Craig.


No hay comentarios: