lunes, septiembre 28, 2015

TEATRO.El arquitecto y el emperador de Asiria. "Ceremonial grotesco".

Con: Fernando Albizu y Alberto Jiménez.
Dirección: Corina Fiorillo.
Madrid.Naves del Español. Sala Max Aub.



Todavía recuerdo el impacto de Oye Patria mi aflicción. La imagen indeleble de una soberbia Aurora Bautísta/Agustina de Aragón, parapetada tras la cureña y con la antorcha en la mano a punto de prenderle fuego a la mecha del cañón, entre las ruinas de un destartalado castillo, sola frente al enemigo, como metáfora de la heroica defensa del solar patrio cuyas esencias se desmoronan ante el ímpetu del invasor.

Eran otros tiempos, quizá por el año 1976 o 1977, cuando Arrabal era casi un proscrito en España y cuando sus obras, por su carácter trasgresor, podían constituir un peligro para un régimen tambaleante. El halo de enfant terrible del autor y el sesgo provocador y hasta sacrílego de esas obras han quedado diluidos por la distancia y por el nuevo contexto social, de modo que revisitar hoy tales obras de los años cincuenta o sesenta corre el riesgo de convertirse en un mero ejercicio de antropología que, a lo peor, minimiza su potencial subversivo reduciéndolas a lo que tienen de ceremonial grotesco.

Nos movemos casi estrictamente en un plano metafórico, en el que desde los propios personajes hasta el lugar de la acción, la isla desierta, -como la de Robinson o la de Próspero-, pasando por multitud de alusiones, situaciones y escenas, como la del juicio inquisitorial del Emperador por el brutal asesinato de su madre, han de ser interpretados en clave simbólica. Dos únicos personajes, el Emperador y su pupilo -¿partenaire?, ¿criado? ¿alter ego?- divagan interminablemente sobre la voluntad de poder, sobre la culpa, sobre la sexualidad y sus perversiones, sobre sus creencias, miedos y temores ..., sobre su condición de hombres, en suma, hombres en soledad amenazados por los fantasmas del pasado, de una infancia inclemente, resucitando sus odios y rencores e intentando vanamente encontrar consolación en los resquicios de unas creencias o de una cultura maltrechas. ¿Vas a enseñarme por fin la Filosofía? Le espeta, sin éxito, en varias ocasiones el Arquitecto a su mentor.

Dos personajes que juegan a travestirse en otros muchos, a invertir los papeles de amo y criado; que pueden ser madre e hijo o juez y testigo, amigos y enemigos, para quienes lo único insoportable parece ser la soledad y la falta de afecto, enredados en juegos infantiles y simulaciones que pasan de la exaltación a la angustia, de la extrema contención al paroxismo en un discurso trufado de delirios y desvaríos, donde lo blasfemo, la obscenidad, la parodia inclemente o el escarnio tienen su asiento, revelando, convenientemente traspuestos a los personajes, los propios demonios del autor, cuya infancia desgraciada en medio de los rigores de la posguerra y su condición de exiliado, no sólo político, en virtud de su ideología, sino por su desarraigo y por su sistemática marginación por parte del establishment cultural español de la época son bien conocidas.

En un espacio onírico poblado de baúles, muebles y enseres que recuerdan los restos de un naufragio, el Emperador de Asiria (Fernado Albizu) vestido con un ajado albornoz de baño y envuelto en una astrosa toga de lana a modo de manto de armiño, es la patética imagen del poder caído aferrándose a los vagos recuerdos de glorias pretéritas y de cuya majestad supuesta sólo restan como indicios el tono imperioso de su voz, su actitud autoritaria y caprichosa y su corpulencia. Puede ser astuto o apocado; puede parecer angustiado, desvalido o mostrar la ferocidad tonante de un Segismundo. Frente a él el Arquitecto (un desconocido Alberto Jiménez) actúa permanentemente de comparsa, al son que toca su Emperador, secundando su locura y entrando el los juegos pueriles que la insania y el capricho de su mentor le proponen, rivalizando con él en la modulación de los más variados y pintorescos estados de ánimo, moviéndose siempre entre el susurro y el grito, entre el temor y la irreverencia, entre la incoherencia y el disparate de inspiración surrealista.

Gordon Craig.

El arquitecto y el emperador de Asiria. Naves del Español.

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