miércoles, septiembre 16, 2015

TEATRO. Canícula. "Todos somos hermanos. Crónica del resentimiento".

De Lola Blasco.
Con: Eva Trancón, Nerea Moreno, Rulo Pardo, Antonio Gómez, Juan Antonio Lumbreras y Joshean Mauleon.
Dirección: Vicente Colomar.
Madrid. Sala Cuarta Pared.




Uno acoge cada nueva temporada con el optimismo entusiasta del aficionado neófito y a las primeras de cambio advierte ese exasperante cosquilleo de desazón asociado irremediablemente a la sensación de lo déjà vu, de lo ya visto en otras ocasiones, quizá bajo diferente ropaje formal o estético, pero siempre con similar intencionalidad testimonial. Hablamos de Canícula, la pieza de Lola Blasco que se repone ahora en la Cuarta Pared, que con ligeras variantes de intensidad y de emoción -y con innegables destellos de genuino talento para la escritura- reproduce el mismo patrón jocoserio de drama-denuncia que a duras penas consigue soslayar los límites del alegato (¿desahogo?) generacional inserto en el contexto de una furibunda crítica social, familiar e ideológica genérica de la España actual. Bueno, quizá no esté de más, de vez en cuando, algún aldabonazo de esta naturaleza para sacudir las conciencias que se tornan más y más acomodaticias, pero a lo peor, como ocurre con los antibióticos, el abuso de esta fórmula genérica disminuye su efectividad y más que estimular inhibe la creación de anticuerpos.

El subtítulo de la pieza: Evangelio apócrifo de una familia, de un país, ya da una idea de esa perspectiva generalizadora, totalizadora, a la que aludíamos arriba y a su vez, de su inscripción en el terreno pantanoso de la “superestructura” ideológica y de creencias en la que como en un puré de guisantes chapotean nuestros protagonistas comandados, de un lado por esa suerte de Mesías redivivo, profeta de la igualdad y de la fraternidad universales (“mierda comunista” según El hermano mayor), a cuyo prendimiento, calvario, sacrificio y resurrección vamos a asistir a lo largo de la obra, y de otro por ese primogénito, atrabiliario y carca y portador de las esencias de una derecha ultramontana y cavernaria de brazo en alto (¡Qué miedo! ¡Temblad nostálgicos del franquismo!) secundado por el resto de hermanos y hermanas de una familia marcada, como tantas, -¿cómo todas?- por la envidia, el odio y el resentimiento y por el estigma de un hijo, que como Greogorio Samsa se despierta una mañana, o emerge de la cama hospitalaria donde yace aquejado de un “ligero malestar”, que para el caso es lo mismo, convertido en un bicho raro, en la voz caótica, contradictoria y vehemente de la conciencia.

Entre ambiguas y equívocas referencias neotestamentarias salpimentadas con multitud de pintorescas digresiones sobre lo divino y lo humano –nunca mejor dicho-, desde astronomía básica hasta otras menos edificantes sobre la actividad muscular posmorten, el racismo, el parto o los experimentos del Ángel de la Muerte, los personajes, tres hermanos y dos hermanas gemelas van descubriendo sus secretos y su historia aciaga llena de odio, de mentiras y de resentimiento. Sobre todo de resentimiento y frustración de la madre neurótica enterrada en un psiquiátrico; de envidia y de una irrefrenable pulsión cainita entre los hermanos.

Un relato apocalíptico, en fin, de una España profunda que nos remite al claroscuro solanesco, a las pinturas negras de goya, a puerto Urraco o a los recientes crímenes de Cuenca, difuminado muchas veces por la caricatura y lo grotesco; servido, eso sí, por un abnegado y solvente trabajo de los actores que se entregan en cuerpo y alma a poner en pié esta desmesurada, bufonesca y tétrica pesadilla.

Gordon Craig.

Sala Cuarta Pared. Canícula.

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