viernes, mayo 22, 2015

TEATRO. El jardín de los cerezos. "Un mundo que agoniza".

De Anton Chéjov. Adaptación de Ángel Gutiérrez.
Con: Marta Belaustegui, Alicia Cabrera, Juan Ceacero, José Luis Checa, Jesús del Caso, Francisco Ferrer, Germán Estebas, Jesús García Salgado, Kessy Harmsen, David Izura, Cristina Martínez, Laura Martínez, Lorena Neumann y José Rubio.
Teatro Chéjov. Dirección: Ángel Gutiérrez.
Madrid. Teatro Valle-Inclán.


La obra comienza -y casi podríamos decir que termina- con el regreso de la señora Liubov Andréievna Ranésvskaya a su querida mansión en el campo. Sus asuntos se ha llevado tan mal durante su ausencia de más de cinco años en Francia, que ahora no queda otro remedio que subastar la finca familiar para pagar a los acreedores. Lopajin, un adinerado hombre de negocios local, descendiente, por más señas, de una familia de siervos de la casa, le ofrece una posibilidad de salvar la hacienda: vender el terreno que ahora ocupa el huerto de cerezos por parcelas y hacer casas para alquilar a posibles veraneantes, a lo que la señora Ranévskaya se niega tajantemente aduciendo razones de índole sentimental. Así que no queda más que esperar a la resolución de la subasta.

La obra dramatiza por así decirlo ese impasse, ese par de semanas de vida disipada, de fiestas, de excursiones campestres, que transcurren entre la llegada de la señora y de su hija Ania y la partida definitiva de toda la familia y de su corte de admiradores y amigos, dejando la casa clausurada mientras a lo lejos se oye el ruido sordo del hacha talar los cerezos.  Tiempo suficiente, empero, para mostrarnos un friso completo de una forma de vida señorial, de grandes terratenientes diletantes y ociosos preocupados únicamente por distraerse y disfrutar de unos privilegios y de una posición heredados mientras dilapidan su fortuna en saraos y fruslerías, sin darse cuenta de la profunda transformación social que ya está en marcha y que terminará por barrer a todos los miembros de su clase de la faz de la tierra. En ese sentido la pieza tiene un cierto carácter profético y representa un mundo que agoniza, el de señores y siervos y un mundo nuevo representado por Ania y por Petia.

Obra de madurez de Chejov, que fue un profundo renovador del teatro ruso y europeo de finales del siglo XIX, escrita pausada y meticulosamente durante más de tres años en los pocos momentos de asueto que le dejaban su achaques, es de una complejidad extraordinaria. Baste recordar para dar una idea de esa complejidad la polémica surgida entre el autor y Nemiróvich-Dánchenko director a la sazón del Teatro del Arte de Moscú, donde habría de estrenarse la obra en 1904. Para el primero El jardín de los cerezos debía de tratarse como una comedia ligera, para el segundo y para el propio Stanislavski, miembro destacado de la compañía y para quien Chejov había reservado el papel de Lopajín, debía de representarse como una drama serio de la vida rusa de la época.

El acierto de Ángel Gutiérrez, traductor, adaptador y director del montaje está precisamente en haber mantenido esa ambivalencia de la obra y combinar la seriedad y el dramatismo de muchas situaciones, su vertiente social, que la tiene, con su carácter vodevilesco, por ejemplo, en los devaneos de la casquivana Duniasha (Alicia Cabrera), en el tono festivo y desenfadado de muchas escenas o en el talante bufonesco con el que se desenvuelven muchos de los personajes, empezando por la prosopopeya del engreído aristócrata Leonid Andréievich Gayev (espléndido Germán Estebas) y terminando por el torpe y atolondrado Epijodov (Juan Ceacero). Salvados algunos elementos un tanto kitch de la escenografía, que corre a cargo también de Ángel Gutiérrez, con cerezos postizos, montículos de césped artificial, lapidas y cruces de quita y pon o cortinas y doseles de guardarropía, cabe atribuirle el mérito de haber creado un ambiente que refleja muy bien esa atmósfera decadente, ese “grandeur” trasnochado y caduco propio de la alta sociedad de su tiempo y, desde luego, ese tono de honda tristeza y melancolía tan chejoviano que impregna a los personajes y que se hace particularmente intenso en algunos momentos como en el recuerdo del hijo ahogado o en la súbita visión de la madre al final del sendero. El movimiento escénico, calculado al milímetro, en un espacio de gran profundidad, con múltiples planos en los que se desarrollan acciones simultáneas es otro de sus hallazgos, como lo es también la pericia con la que administra los climax y los “duetos”, si se me permite llamarlos así,  escenas para dos únicos personajes en las que se revelan aspectos cruciales de su psicología, como el entrañable vis a vis Ania y Varia, del primer acto, o la escena de Varia (Laura Martínez) con el irresoluto Lopajin del final del cuarto acto, cuando éste apremiado por Liubov y por los preparativos para la partida intenta sin éxito declararse a la joven; una escena espléndida que pone a prueba el talento de Jesús García Salgado para la caricatura. Por cierto, en la construcción de su personaje, un hombre pundonoroso y bueno pero que nos exaspera por el ascendiente que todavía siguen ejerciendo sobre él estos aristócratas de pacotilla, parece haber seguido al pie de la letra las instrucciones que daba el propio Chejov en una carta a Nemiróvich-Dánchenko del 2 de noviembre de 2003: “camina agitando los brazos, a zancadas y piensa mientras camina; no lleva el pelo corto, por eso a menudo hace un movimiento con la cabeza para apartárselo; al reflexionar se acaricia la barba a contrapelo ...”

Un elenco, en fin, entusiasta y bien compenetrado, que completan entre otros Lorena Neumann en una jovencísima, efusiva y vehemente Ania; Francisco Ferrer en el viejo parásito achacoso y bonachón Simeónov-Pischik; Kessy Harmsen en el papel del displicente buscavidas (y perrito faldero de Liubov) Yasha; José Rubio en el eterno estudiante Trofimov cuya figura enclenque con su libro al cinto y su mirada de visionario es una curiosa metáfora del futuro revolucionario. Marta Belaustegui, por último, hace un aquilatado y poliédrico trabajo como la señora Andréievna Ranésvskaya: cariñosa, afable, desprendida, padece una suerte de apego enfermizo a los recuerdos de su infancia materializados en el jardín de los cerezos, adolece de una mezcla de inmadurez y de sentimiento de culpa; presa de una suerte de inconsciente frivolidad está incapacitada para ver la cruda realidad de la ruina de la familia y de su incierto futuro.

Gordon Craig.

El jardín de los cerezos. CDN.

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