viernes, marzo 27, 2015

TEATRO. El señor Ye ama los dragones. “Parábola aleccionadora”.

De Paco Bezerra
Con: Gloria Muñoz, Chen Lu, Huichi Chiu y Lola Casamayor.

Escenografía: Mónica Boromello
Dirección: Luis Luque.
Madrid. Teatro Español. Naves del Matadero.




La fábula, en su origen, según Lessing, no es otra cosa que una fantasía aleccionadora, una historia que encierra algún tipo de lección moral. Formalmente se trata de un relato que recurre a elementos extraordinarios o inhabituales para sorprender a los lectores -o a los espectadores en el caso del teatro- y ganarse su atención; por eso es frecuente recurrir a los animales para representar a los personajes, o desplazar en el tiempo los sucesos narrados, o como en Brecht, servirse de efectos de “distanciación” apropiados para explicitar su mensaje.

En el caso que nos ocupa la obra nos remite al lejano oriente y se inspira en la historia del señor Ye, un hombre que cree sentirse atraído por los dragones. En realidad lo que le seduce es el universo fabuloso, legendario que rodea a estos seres mitológicos, pero cuando uno de ellos, es más, el mismísimo rey de los dragones se presenta ante sus ojos no puede soportar su visión y huye decepcionado y horrorizado. La moraleja tiene que ver con las nefastas consecuencias que acarrea el vivir de espaldas a la realidad, o dicho con un proverbio castellano, que no hay peor ciego que el que no quiere ver. La pobre Magdalena está deseando descubrir la identidad de un encapuchado que deambula por los interminables corredores del mastodóntico bloque de apartamentos donde ella vive holgadamente disfrutando de una envidiable situación económica. Está incluso predispuesta a vincular a este merodeador con las actividades ilegales que llevan a cabo dos inmigrantes chinas que viven en condiciones miserables en un tabuco del sótano; la casualidad quiere que sea precisamente una de estas mujeres, Xiaomei, la más joven, quien le descubra la verdad, quien le abra los ojos a una realidad que ella se niega a aceptar hasta el último momento.

Se trata de una historia sencilla y bien urdida que da pie para reflexionar sobre algunos aspectos esenciales de la naturaleza humana y de los prejuicios raciales y de clase que envenenan nuestras relaciones con los demás, pero que está, a mi juicio, lastrada en origen precisamente por que parece escrita ad hoc para explicitar o actualizar un material preexistente: la fábula que encierra el proverbio chino que da precisamente título a la obra. El choque de dos mundos, el occidental representado por Magdalena y Amparo y el oriental representado por Xiaomei y por la señora Wang, que además desconoce el español y tiene que ser traducida cada vez que habla, da lugar a no pocos equívocos y situaciones chuscas y divertidas, pero ni los remilgos y la desconfianza de Magdalena ni el genio de mil demonios de Amparo, su afición a los crucigramas, su pésimo gusto o su acentuado casticismo acaban de fraguar y dar verosimilitud a sus personajes, pese al denodado trabajo y el probado oficio de las actrices que las encarnan. Hay como una suerte de envaramiento que obstaculiza que la acción discurra con fluidez. Quizá faltan ajustes de última hora para que se produzca el encaje de todos los elementos y la comicidad que impregna muchas situaciones aflore en toda su dimensión. La exuberante escenografía multiespacial, con su realismo típico de las comedias de tresillo, con su interminable escalinata de cajas chinas para bajar del ático al sótano, tampoco es que facilite mucho las cosas, quizá le hubiera venido bien un poco más de estilización. ¡Ah! ¡y las proyecciones! ¡qué despliegue de tecnología para señalar lo obvio! . Al igual que el “peso de la púrpura” se percibía en la serenidad de ánimo y en el juicio ponderado de los senadores romanos, el opresivo y miserable ambiente de un sótano, la angostura de un cuartucho de una colmena de viviendas y su vacua cotidianeidad castrante o la suntuosidad de un ático de lujo deben percibirse en el semblante, en la mirada o en el tono de voz de sus moradores sin necesidad de pretenciosas referencias dantescas en grandes caracteres Esa sobreabundancia de estímulos no parece dejar mucho espacio para el trabajo de la imaginación creadora del espectador.

En fin, creo que debería darse un poco más de margen de maniobra al texto para que hablase por sí mismo, confiar más en las palabras y en los silencios, en el poder multiplicador de sentido de una simple inflexión vocal o en el misterioso poder de sugestión de la pausa, que las actrices parecen conocer de sobra.

Gordon Craig.

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