viernes, junio 27, 2014

TEATRO. Las confesiones de San Agustín [Tarde te amé]. "A Dios desde la racionalidad".


A partir de los libros X y XI de las Confesiones de Agustín de Hipona.
Versión de Luis Alberto de Cuenca y Alicia Mariño.
Con: Ramón Barea y Alberto Guio (saxo)
Dirección, escenografía y dramaturgia: Juan Carlos Pérez de la Fuente.
XIV Festival de las Artes Escénicas 'Clásicos en Alcalá'. Alcalá. Capilla del colegio de San Ildefonso.




Teorizaba Sanchis Sinisterra en su manifiesto del Teatro Fronterizo acerca de la necesidad de explorar en los límites de la teatralidad y animaba a ensanchar la fronteras del teatro en una búsqueda tendente a modificar no sólo el contenido ideológico de las obras, sino los códigos mismos de la representación, donde, según él, se infiltra también la ideología. De entonces a esta parte hemos visto subir a las tablas, desde el monólogo de Molly Bloom del Ulises, de Joyce a la Carta la padre, de Kafka, -o más recientemente su correspondencia amorosa-, pasando por poemarios y composiciones de muy variado tenor hasta fragmentos de la Vida de Santa Teresa, como es el caso de La lengua en pedazos, de Juan Mayorga. No nos sorprende, pues, que un artista con la curiosidad y la inquietud intelectuales acreditadas de Pérez de la Fuente haya puesto la mirada en un autor nada menos que del siglo IV, uno de los más representativos de la filosofía patrística, y en un texto, que pese a pertenecer al género íntimo de las “confesiones” está impregnado de una profunda carga de filosofía y de teología, lo que le hace particularmente difícil para la escena. Todo un reto. Y un estímulo impagable para la reflexión en unos tiempos en los que el debate público no brilla particularmente por su altura intelectual.

Estamos, antes que nada, ante un soberbio ejercicio de introspección (“Un viaje al abismo de la conciencia humana” dice con razón Pérez de la Fuente). “Para conocerte (a Dios) -se dice a sí mismo en cierto momento el protagonista-, tengo que conocerme”, y ahí arranca una indagación interior que le llevará al “país de la memoria” donde todavía se conserven las imágenes de la realidad proporcionadas por los sentidos que aún no hayan sido devoradas por el olvido. Y la primera de todas esas imágenes es la del puerto de Ostia, en Roma, antes de embarcarse para el continente africano -espacio recreado por la escenografía, que sugiere un muelle repleto de bultos apilados a la espera del barco que va a trasportarlos-; y el recuerdo de su madre que le acompaña, Mónica, muerta tan solo a los trenita y dos años, con quien mantenía un profundo vínculo sentimental.

A partir de ahí lo que se muestra ante nuestros ojos es un ser inquieto, disconforme con las respuestas que le ofrece la filosofía y debatiendo consigo mismo en una lucha sin cuartel por dar sentido a la existencia, un joven impetuoso e impaciente que llega incluso a imprecar a Dios en busca de respuestas hasta que por fin escucha su llamada (“¡Escucha! ¡Mira dentro de ti! ¡No tengas miedo!” y descubre, en una suerte de rapto místico, como en una iluminación, la presencia de un Dios viviente, personal, que habita ya en él, y expresa la queja de no haberse dado cuenta antes, preso hasta el momento de preocupaciones mundanas: “Tarde te he amado, ¡oh belleza!, antigua y nueva hermosura, tarde te he amado; y tú estabas dentro de mí cuando yo estaba fuera y te buscaba fuera de mí”.

Para subrayar la pugna entre el yo interior y el yo exterior del protagonista y articularlo en forma de conflicto dramático recurre Pérez de la Fuente a un saxofón solo que literalmente dialoga con el protagonista y cuyo sonido intempestivo en el recogimiento de esta coqueta capilla renacentista, supone un elemento de sorpresa y un hiriente contraste con el tono grave de Ramón Barea. Una música, que en su estridencia o en su viveza rítmica se hace eco de los rescoldos de soberbia o de mundanidad contra los que tiene que luchar el filósofo, que realza los momentos dónde la fe choca frontalmente con la racionalidad filosófica (“de lógica de agustino, liberanos señor”), pero que le acompaña asimismo en sus fluctuaciones de ánimo, en sus dudas sobre la felicidad, sobre el amor o sobre la verdad; en sus tribulaciones pero también en los momentos de éxtasis y de acendrado misticismo.

Tersa y fresca la versión de Luis Alberto de Cuenca y de Alicia Mariño. Espléndido el saxofonista, Alberto Guio, que extrae del instrumento una insospechadamente rica variedad de ecos y registros. Pletórico de energía Ramón Barea, que se entrega con fruición a la lectura de los textos de este vibrante recitativo encarnando con igual maestría las sentencias del filósofo y los versos brillantes de Lope en una auténtica celebración de la palabra; parece, cuando busca impaciente, entre las cajas, las hojas impresas, urgido por imperativo y lema máximo de la orden agustiniana, tolle, lege; tolle, lege ..., que se encargan de repetir, como un suave ritornello y mezcladas con el sonido del saxo las tenues voces de un coro infantil.

Una apuesta arriesgada, en suma, de vocación seguramente minoritaria pero de excelente factura que un publico variopinto acogió con calurosos aplausos, mostrando que el disfrute no esta precisamente reñido con la exigencia artística.

Gordon Craig.

Confesiones en los Clásicos de Alcalá.

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