viernes, mayo 17, 2013

TEATRO. La monja alferez. "Una mujer en los tercios de Felipe IV".



De Domingo Miras.

Con: Manu Báñez, Ramón Barea, Carmen Conesa, Nuria González, Mar del Hoyo, Kike Inchausti, Fernándo Jiménez, Cristina Marcos, José Luis Martínez, Daniel Muriel, Toño Pantaleón, Martiño Rivas y Ángel Ruiz.

Dirección: Juan Carlos Rubio.

Madrid. Teatro María Guerrero.
 

Escribe Juan Mayorga en “El dramaturgo como historiador” que el mejor teatro histórico es el que abre el pasado, pues “lo importante -dice, en relación a cómo inscribir el pasado en la obra teatral- no es lo que una determinada época sabía de sí misma, sino lo que aquella época aún no podía saber sobre sí y que sólo el tiempo ha revelado”. Esta certera afirmación sintetiza admirablemente en nuestra opinión el propósito que debió impulsar a Domingo Miras a la adaptación de las aventuras del singular personaje protagonista de la obra que comentamos, el de la rebelde y orgullosa Catalina de Erauso, que insatisfecha con el rol social al que su condición femenina la condenaba decidió hacerse pasar por hombre y abrazar el ejercicio de las armas, anticipando, quizá sin saberlo, un deseo de equiparación con el varón en derechos y libertades que sólo el tiempo ha venido a sancionar como una ambición legítima y perfectamente realizable. Por entonces, en los albores del siglo XVII en el que se desarrolla la acción, su caso era una excepción, “sólo un prodigio que está fuera del orden” (como le confiesa el Santo Padre a su secretario el cardenal Malonge después de la pintoresca audiencia en la que Doña Catalina acude a la Santa Sede para pedir -y obtener- dispensa para vestir con atuendo masculino), pero a nuestros ojos esa actitud de franca y abierta rebeldía contra el estatus quo (recuerdo ahora a la cervantina pastora Marcela, de la primera parte del Quijote) cobra una valiosa dimensión ejemplarizante.

            En el orden formal dos aspectos merecen ser destacados: la hábil e ingeniosa construcción dramática y el altísimo grado de elaboración del lenguaje (tomen buena nota señores guionistas de TV, sobre todo, ¡por Dios!, los de Águila roja”). La acción se estratifica en nueve cuadros, los siete centrales que reproducen episodios destacados de las aventuras de doña Catalina y el primero y el último, en el camarote del barco en que ésta se trasladará definitivamente a las Indias en pos de esa ansiada libertad, que sirven de marco para contextualizar al personaje y presentarle como autor del manuscrito que contiene el relato de su vida, objeto de la “representación”. Respecto al lenguaje, refleja perfectamente las convenciones sociales y cada personaje se sirve del registro más adecuado a su condición, llegando incluso a adaptarse, como en el caso de Catalina, a las diversas situaciones en las que se ve inmersa a lo largo de su azarosa vida; desde el tono amigable y cortés con su amigo Echazarreta, hasta el estilo más formal ante el Pontífice pasando por el bronco y desabrido argot tabernario de la soldadesca en los lances de juego y de armas.

La puesta en escena, servida por unas estupendas escenografía y diseño de iluminación (de Eduardo Moreno y de José Manuel Guerra respectivamente) hace justicia a la calidad del texto, potenciando mediante procedimientos paródicos y farsescos su aroma popular y el tono jocoso de comedia lopesca, y su ocasional barroquismo (como en la escena ya citada de la audiencia del Papa Urbano VIII a doña Catalina).

Juan Carlos Rubio consigue, a mi entender, sacar el máximo partido a una pieza, que pese a lo mencionado, no puede ocultar su carácter originario de relato legendario de aventuras, extrayendo la teatralidad de allí dónde se encuentra y llevándola con el concurso de los actores a su máximo punto de ebullición, como en la donjuanesca escena de la taberna del Cuzco, en la que don Alonso (Ángel Ruiz) relata sus peripecias con la justicia y la pendencia que se origina con “El Cid” (Cristina Marcos), o en la que socorre a María (Mar del Hoyo) librándola de las iras de su marido afrentado, o en la penúltima escena en la que confiesa atormentado ante el atónito cardenal de Guamanga (Ángel Ruiz) su verdadera condición feminil. Están asimismo en punto de sazón, la primera y última escenas en la que Catalina (Carmen Conesa) confiesa ante su inseparable Echazarreta (Ramón Barea) su cansancio de tantos lances y aventuras, pero también las dudas y la inseguridad de una conciencia atribulada.

Meritorio trabajo, en fin, y merecido homenaje que salda parcialmente una deuda de gratitud con uno de tantos dramaturgos de la generación de los 70 (Mediero, Romero Esteo, Ruibal, Riaza,...) tan injustamente olvidados, “silenciados” dice con razón Virtudes Serrano, en nuestros escenarios.

Gordon Craig.


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