lunes, agosto 27, 2012

LIBROS. "El estéril trance de la existencia humana".

Samuel BECKETT. El último modernista.
Anthony Cronin.
Traducción de Miguel Martínez-Lage.
Ed. La Uña Rota. Segovia, 2012. 652 páginas.


“Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla, / y un huerto claro donde madura el limonero” escribía Antonio Machado en su poema “Retrato”, de Campos de Castilla, más o menos por las mismas fechas en que nacía Samuel Beckett  (el 13 de mayo de 1906, para ser exactos), uno de los más grandes escritores y de los más influyentes dramaturgos del siglo XX. Parafraseando al poeta sevillano, podríamos decir que la infancia de Beckett son sus recuerdos de Cooldrinagh (la amplia casa familiar a las afueras de Foxrock Village, donde se crió en un entorno burgués, acomodado, de clase media protestante) y  los de las largas caminatas en solitario o en compañía de su padre por los senderos de las colinas cercanas. Y es que, según constata Antoni Cronin tras rastrear minuciosamente en la obra de Beckett, estos agrestes y solitarios parajes de las inmediaciones de Dublín dejaron en él, un niño taciturno y no muy comunicativo, una huella perdurable.

Ya los primeros capítulos de esta monumental biografía que glosan la niñez, la adolescencia y la etapa de formación del escritor irlandés más conocido después de Joyce, están llenos de datos de interés y revelan aspectos totalmente desconocidos de su vida y de su carácter en los años probablemente más críticos para el desarrollo de la personalidad;  primero en el seno de su familia y en el internado Portora Royal School de Dublín, donde cursó lo que ahora entendemos por enseñanza secundaria; y después en el Trinity College, también en Dublín, como estudiante de lenguas modernas, antes de su lectorado en París, en la École Normale, donde llegó con apenas 22 años. A través de estas primeras cien páginas de su biografía, descubrimos a un niño malhumorado e introvertido, “moderadamente feliz” en casa, donde su madre muy exigente, de carácter un tanto encrespado y voluble, lo educó en una rígida observancia religiosa. En el internado, donde reinaba una disciplina espartana, se acabó de forjar el carácter del pequeño Samuel, quien por cierto destacó sobre todo en la práctica del deporte: el críquet, el rugby y hasta el boxeo; actividades estas que luego continuaría en la universidad, donde practicó asiduamente el golf y el motociclismo, llegando a participar incluso en un campeonato con una motocicleta que le regaló su padre. Aparte de la Biblia, libro de cabecera y que conocía al dedillo, entró tempranamente en contacto con la poesía (Keats, al parecer le entusiasmó), y con el teatro, al que comenzó a asistir asiduamente a en los años del Trinity College ( J. M. Synge, O’Casey o Racine “la lectura de cuyas obras le causó una impresión indeleble”).

Antes de partir para París, con apenas 21 años ya había leído a Pirandello y a Dante y durante los años que pasó en la capital del Sena habrá de conocer y entablar amistad con James Joyce, quien sería para él una influencia definitiva. Ezra Puond, Djina Barnes o Paul Eluard son sólo muestra de la  pléyade de importantísimos escritores con los que trabó conocimiento en aquel prodigioso París de los años veinte, refugio de modernistas de los dos continentes así como de representantes de las incipientes vanguardias. El ambiente literario y vital de aquellos años está espléndidamente recreado a través de una pormenorizada descripción de los lugares y de un exhaustivo recuento de anécdotas y testimonios sobre la vida privada y  la actividad académica de sus protagonistas. Estos años también son testigos del turbulento despertar de la sexualidad del autor y su complicada relación con las tres mujeres que hubo en su vida hasta entonces: Ethna McCarty, becaria como él en el Trinity College, su prima Peggy Sinclair y Lucía Joyce. No fueron estos primeros años (hasta los 26) muy productivos -si me está permitido decirlo así- desde el punto de vista de la creación literaria. Apenas si publicó algunos cuentos y poemas en revistas literarias, la primera versión de su novela Sueño con mujeres que ni fu ni fa y una traducción de un capítulo del Finnegans wake, de Joyce, -aparte de un enjundioso estudio sobre la obra de Proust-, pero fueron extremadamente fecundos para su formación académica y su maduración personal. En esa época entró en contacto también con la obra de Schopenhauer, de quien le deslumbró, significativamente, “su soberbia justificación intelectual de la infelicidad”.

Los siguientes años constituyen un periodo de su vida a caballo entre París, Londres y su Irlanda natal. Son años de tanteos y dificultades (achaques; la muerte de su padre y de Peggy; penurias económicas para subsistir con esporádicos trabajos académicos y peregrinando por los despachos de los editores con el manuscrito de Murphy a cuestas); y luego el paréntesis de la guerra en la Francia ocupada. Baste decir que a su vuelta a Irlanda en 1944 halló que de la novela citada, que por fin había logrado publicar cinco años antes, apenas si se habían vendido ochocientos ejemplares. Pese a las penalidades, la guerra tuvo quizá efectos positivos para él: la colaboración con la Resistencia francesa le permitió participar en una causa comunitaria y sacarle de su proverbial indolencia y aislamiento. Y le dio tiempo, para combatir el aburrimiento en su escondite en Roussillon, a escribir una segunda novela: Watt  en la que Beckett encontró por primera vez su estilo característico. Por entonces ya mantenía una relación con Suzanne Deschevaux-Dumesnil, compañera fiel y testigo de su consagración como escritor.

Y es que los siguientes cinco años de vida (entre 1946 y 1950) iban a constituir el periodo de máxima creatividad. Es la época de Molloy, Malone muere y El innombrable. Y la de Esperando a Godot, obra a la que dio término en enero de 1949. Su biógrafo, cita como elemento esencial coadyuvante en la génesis de estas obras, la profunda impresión que le causó la horrorosa estampa de la devastada Saint-Lô, donde pasó largos meses como intendente de la Cruz Roja en la unidad hospitalaria allí instalada por los irlandeses tras la contienda. “Las ruinas de Saint-Lô -escribe-, habían expuesto en su desnudez las condiciones elementales de la vida de los hombres (...) su contemplación le ofreció un bosquejo de lo que es la humanidad en ruinas”. Anthony Cronin relata magistralmente en dos vibrantes capítulos el largo y complejo proceso de cambio radical de actitud con respecto a la escritura, un proceso doble, de renuncia a cualquier certidumbre que trasmitir al lector, -incluidas la certidumbres filosóficas-, y de depuración estilística en la línea de reducir al mínimo los elementos expresivos (lo que Sanchis Sinisterra ha denominado atinadamente la “poética de la sustracción”).

Imposible aludir, siquiera sea sucintamente, en el límite de estas páginas, a los múltiples episodios relativos a su vida personal (como la tremenda sensación de vacío que le provocó la muerte de su madre), o a los que jalonaron su reconocimiento y sus éxitos (el estreno y publicación de sus obras, la concesión del Nobel, etc.) Nos remitimos al original, un denso y enjundioso trabajo de investigación del que no sabríamos si ponderar más el profundo conocimiento de la persona que demuestra el biógrafo y el escrupuloso tratamiento de los aspectos más íntimos de sus relaciones con sus allegados y amigos, o su lucidez como analista y crítico dueño de una caudalosa cultura literaria. Se trata además de un libro magníficamente escrito (y traducido) prolijo, a veces, pero que se lee con facilidad y hasta con placer. En fin, un acierto rotundo de la Editorial la Uña Rota la publicación de esta obra que no debería dejar de leer nadie que tenga un verdadero interés por la narrativa y el teatro contemporáneos y en particular por la señera figura del tan admirado como incomprendido Samuel Beckett.

Gordon Craig.

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