jueves, junio 14, 2012

TEATRO. El rumor analógico de las cosas. “El nombrar perecedero”.


De Fernanda Orazi.
Con: Ana Lischinsky, Guadalupe Álvarez, Rafael Delgado, Eva Chocrón, Juan Branca, Lucio Baglivo, Pilar Ureta, Alicia Calôt, Sebastián Asioli y Mey-Ling Bisogno.
Compañía El rumor. Dirección: Fernanda Orazi.
Madrid Sala Cuarta Pared.



En esta nueva entrega y desafiando las brutales embestidas de la crisis, que se está cebando sobre todo con los sectores más vulnerables del teatro como son las salas alternativas, Fernada Orazi se encierra literalmente -empleando un símil taurino, ahora que estamos en plena isidrada- nada menos que con diez actores (cuatro actores y seis actrices de casta) para participar en una indagación sobre el ser del teatro y sobre la naturaleza de la actuación, pero también, y principalmente, diría yo, sobre la naturaleza del lenguaje y del pensamiento; en una reflexión acerca del “nombrar” como actividad cognitiva y verbal ligada a la creación de identidad. “Pensar en alguien ¿es hacerlo existir?” -exclamará en cierto momento uno de los personajes-, “¿existe ese alguien antes de que yo lo nombre?”. Un “nombrar” que como en los versos de José Hierro en Cuanto sé de mí es un “nombrar perecedero”, contingente, sometido a las veleidades del tiempo: No tengo miedo a nombraros/ ya con vuestros nombres, / cosas vivas, transitorias. / (unidas sois un acorde / de la eternidad; dispersas / -nota a nota, nombre a nombre, / fecha a fecha-, vais muriendo / al son del tiempo que corre).

El caldo de cultivo -el background, para emplear un término de la jerga actoral- que subyace a este texto en el que lo obvio se vuelve absurdo es el de la provisionalidad, la incertidumbre y la creciente complejidad y reflexividad en la percepción y construcción de nosotros mismos, y su leit motiv desvelar los arcanos de la verdadera identidad del individuo, la posibilidad de su desdoblamiento, fragmentación, metamorfosis, alteridad, ... De hecho, la obra comienza con una rotunda afirmación que parecería tautológica si no obedeciera a un temor real a la alteridad, a la necesidad perentoria de autoafirmación ante una identidad difusa y evanescente: “Nosotros somos diez personas que estamos aquí”. Y termina con la expresión vehemente del deseo de certezas para escapar de esos “espacios de extravío” (Trías) en que se han convertido nuestros otrora universales conceptuales y referentes éticos: “¡¡Algo tiene que ser verdad permanente!!”, gritan con vehemencia y desesperación.

Se trata de una pieza coral, de geometría variable, donde el movimiento escénico se acopla y se amalgama con el flujo de un diálogo sometido a continuas distorsiones de lo que entendemos por un intercambio verbal convencional: repeticiones, réplicas en eco, silencios y agrupamientos cambiantes de interlocutores interpelándose sin cesar y saliendo de una escena para ingresar en otra distinta sirviéndose de una plétora de recursos de una oralidad por lo general rica y creativa que provoca el beneplácito, la carcajada y hasta la hilaridad, pero que en ocasiones se resuelve en una retórica en exceso solipsista y ensimismada.

En general advertimos un solvente trabajo actoral y una rigurosa labor de dirección. El público del estreno, supongo que gente de la profesión o connaisseurs, acompañó el discurrir del espectáculo con incontenido regocijo. Ignoro si un público menos predispuesto al halago responderá de la misma manera, aunque desde luego, en todas las escenas, o ensayos de supuestas escenas, en las que se articula la pieza encontrará momentos para disfrutar de la capacidad de invención de la autora, del buen trabajo de los actores y de momentos de genuina intensidad poética.

Gordon Craig.

 

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