viernes, mayo 11, 2012

TEATRO. Nuestra clase. “Señor, Juez nuestro, mira dentro de nuestras almas”.


De Tadeusz Slobodzianek.
Con: Jordi Brunet, Ferrán Carvajal, Roger Casamajor, Llüisa Castell, Isak Ferriz, Gabriela Flores, Carlota Olcina, Albert Pérez, Jordi Rico y Xavier Ripoll.
Dirección: Carme Portaceli.
Madrid. Teatro Fernán Gómez.




Si paseando por alguno de los cementerios judíos existentes en tantas y tantas ciudades centroeuropeas -¡Cómo no recordar el de Berlín, o el impresionante Memorial del Holocausto junto a la Puerta de Branderburgo!- descubriéramos un epitafio como el que lee Abram sobre la lápida de Zygmunt, mientras pasea por entre las tumbas de sus antiguos compañeros de clase en el cementerio de Jedwabne, pensaríamos que quizás esa leyenda: “Señor Juez nuestro, mira dentro de nuestras almas”, no es sino el homenaje de un ser querido a una de esas víctimas inocentes de la barbarie nazi, a un alma piadosa que buscara la comprensión de un Dios misericordioso. Y sin embargo, no hay tal; quien allí yace, fue un traidor, que delató a su propio compañero de lucha clandestina contra los soviéticos Jakub Katz, y que luego se unió al grupo para atacar a los judíos, llegando a ser uno de los cabecillas autores de la masacre de Jedwabne, un pueblecito al noroeste de Polonia, donde en el verano de 1941, 1600 judíos fueron encerrados y quemados vivos en un granero por la chusma enardecida tras acusar a algunos miembros de esta comunidad de colaboracionistas con los soviéticos. Pero, quienes somos nosotros para juzgarlo. Hay que ver ese estremecedor testimonio que la obra de Tadeusz Slobodzianek ofrece para comprender cuan enraizado esta el mal en el ser más íntimo de la persona, y cuan presto está el hombre a sucumbir a sus temores y a su cobardía o a sus pulsiones de violencia y de muerte cuando las circunstancias le son adversas.

 La obra está inspirada en el controvertido libro Neighbors (2001), de Jan T. Gross (con algunas omisiones o simplificaciones que, según algún crítico, desvirtúan la verdad documentada en sus páginas) y repasa la vida de diez jóvenes de distinta extracción social, judíos y cristianos, compañeros de clase en una escuela de la citada ciudad de Jedwabne y su participación en un suceso que conmocionó a la opinión pública polaca, que hasta entonces había creído que fue una más de las atrocidades cometidas por los nazis. De algún modo estos diez jóvenes sintetizan el drama de todo un pueblo a lo largo de los violentos vaivenes que sacudieron a la sociedad polaca durante casi seis décadas del siglo pasado desde la invasión de Stalin en 1939, un pueblo objeto de las vejaciones y del horror de las sucesivas ocupaciones militares de que fue víctima, pero también de la intolerancia religiosa, del oscurantismo de la iglesia católica y de la explosión del nacionalismo polaco.

El montaje de Carme Portaceli respeta escrupulosamente la estructura coral de la pieza y su intenso dramatismo, sólo alterado por breves pinceladas de un humor amargo y sardónico. Hay un certero tratamiento del espacio apoyado en una versátil y aséptica escenografía de pupitres (que recuerda la escenografía de La clase muerta, de Kantor) y archivadores (símbolo del poder conferido a los servicios de información -dosieres, expedientes y documentos, etc.- por los estados totalitarios). Respecto al movimiento escénico, diversos lugares atraen la acción de los participantes directos en cada escena, mientras el resto de los actores permanece en un segundo plano corroborando con gestos o miradas la acción de sus compañeros y multiplicando los puntos de vista. Las acciones más truculentas y las que comportan mayor violencia física como la paliza con ensañamiento a Jakub o la violación de Dora por Heniek, Zygmunt y Rysiek prácticamente se coreografían mediante un acertado procedimiento de estilización del movimiento y la expresión corporal trasformándose en imágenes que sin atentar contra la sensibilidad del espectador reflejan igualmente la virulencia y la crudeza de las situaciones. Todo ello es en gran parte mérito de los actores que hacen, sin excepciones, un trabajo espléndido, agotador, si se piensa en las tres horas de duración del espectáculo. Me quedo, quizá, con quienes llevan el peso de la acción en la primera parte de la obra: la dulce y apacible Dora (Carlota Olcina), ponderada siempre incluso en los momentos de mayor dramatismo; el osado e implacable Rysiek (Xavier Ripoll); el frío y calculador Heniek (Ferrán Carvajal); el cínico, desleal y acomodaticio Zygmunt (Jordi Rico) o el comprensivo y atormentado Wladek (Albert Pérez).

Gordon Craig.

Gordon Craig en el Diario de Alcalá.

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