viernes, marzo 23, 2012

TEATRO. Combate de negro y perros. "El otro, mi enemigo".


De Bernard-Marie Koltès.
Con: Manuel Tiedra, Malcolm Sité, Lorena Roncero y Raúl Chacón.
Espacio escénico, versión y dirección: Mikolaj Bielski y Borja Manero
Madrid Teatro Réplika. 9 de marzo de 2012.


 

Tiene la virtud el teatro de Koltès de presentar conflictos que anclados en la más concreta realidad la trascienden para inscribirse en una dimensión simbólica. Y lo mismo cabría decir de su concepción del espacio escénico casi siempre susceptible de una interpretación metafórica. Sus diálogos, de filiación pinteriana, que abundan en la expresión de las circunstancias externas que determinan el comportamiento de los personajes y en detalles de su situación anímica (la reiteración en el caso de la obra que nos ocupa llega a resultar obsesiva), esconden entre líneas un sentido profundo que demanda ser explicitado. De modo que les queda a los actores y al equipo artístico en su conjunto -y ahí radica en gran medida la inobjetable modernidad de este dramaturgo-, un amplio camino por recorrer para convertir sus textos en genuina escritura escénica. Pues bien, hay que decir que este montaje de Combate de negro y perros que reestrena ahora la sala Réplika con versión y dirección de Mikolaj Bielski y Borja Manero responde cumplidamente a esa exigencia de concreción y constituye una muestra consumada de teatralidad plena.




Desde el primer momento, con la llegada por sorpresa de Alboury confundido con la negrura de la noche, la tensión no deja de acrecentarse más y más cada minuto que pasa hasta hacerse prácticamente insoportable, favorecida por una precisa articulación de la acción dramática que se desarrolla en forma de círculos concéntricos como los producidos por una piedra arrojada sobre una superficie de agua.

De hecho esa balsa de agua estancada, putrefacta, es el hábitat natural donde chapotean Horn y Cal, encargado de obra y capataz respectivamente de un empresa de construcción europea destacada en algún lugar indefinido del continente africano. Dos canallas sin principios y sin escrúpulos, reducidos casi a la condición animal poseídos por el hastío, por el odio al otro, y por una infinita sensación de vacío que tratan de paliar con la bebida y esgrimiendo el espantajo del progreso, de la superioridad racial y de una vaga ideología igualitaria. El elemento que desestabiliza la superficie de esa charca inmunda (la imagen de la cloaca donde es arrojado el cadáver del obrero muerto es aquí pertinente), es, por un lado la llegada de Liona, pero sobre todo el empeño de Alboury de recuperar a toda costa el cadáver de su hermano. A medida que los círculos se ensanchan se van desvelando más y más detalles a cual más sórdidos e infamantes de lo sucedido y se van implicando cada vez nuevas dimensiones de la personalidad de los protagonistas mientras se pone al descubierto su verdadera catadura moral. Por extensión, acorde con esa apelación a la universalidad que tiene los personajes de Koltès, afloran con toda crudeza las diferentes máscaras que adopta en el ser humano el instinto de dominio y de explotación de sus semejantes.

La escenografía es sencilla pero eficaz; recrea un recinto cercado por una alambrada que separa dos mundos irreconciliables: fuera la selva impenetrable, oscura y amenazadora, símbolo del otro, de lo desconocido; dentro, ¡quién lo diría!, el mundo civilizado; pero también cuadrilátero donde dirimen sus diferencias, como lo púgiles en un ring, los protagonistas de la historia. Hay una concepción clara y coherente de la dirección que controla el movimiento escénico y que modula con pericia los tiempos y los marcados contrastes entre las sucesivas escenas. Y hay un espléndido trabajo de los actores que reproduce el arduo y complejo proceso de transformación de sus personajes respectivos forzados por las circunstancias, conjurando los dos peligros que, según apuntaba acertadamente Carla Matteini, amenazan la puesta en escena de las obras de Koltès: la retórica y el naturalismo. Sin demérito del resto, que como digo hacen un sólido trabajo, destaca quizá el papel de Raúl Chacón, el desequilibrado neurasténico Cal; sorprende su capacidad para mostrar su creciente nerviosismo y desasosiego y cómo transita de un estado inicial de indiferencia y ensimismado a sus explosiones momentáneas de cólera incontrolada bajo los efectos del alcohol; se las compone para construir la imagen de un ser repulsivo, inseguro, resentido, violento y atrabiliario, e incapaz de amar; fiel reflejo de la hipocresía de la deshumanización y de la ruina moral instalada en amplias capas de una sociedad occidentalizada otrora supuesta depositaria de los atributos de una cultura superior inspirada en los principios de la razón.

Gordon Craig.

 Gordon Craig en el Diario de Alcalá.

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