miércoles, febrero 08, 2012

TEATRO. En la vida todo es verdad y todo es mentira. "Heraclio o Leonido, he ahí la cuestión".


De Pedro Calderón de la Barca.
Con: Carmen del Valle, Ramón Barea, Karina Garantivá, José Luis Esteban, Iñaki Rikarte, Jorge Machín, Paco Ochoa, Jorge Basanta, Jesús Barranco, Carles Moreu, Mirnada Gas, Sandra Arpa, Diana Bernedo, Marta Aledo, Georgina de Yebra, Borja Luna y Paco Déniz.
Músicos: Serguey Saprichev y Javier Coble.
Compañía Nacional de Teatro Clásico.
Versión y dirección: Ernesto Caballero.
Madrid. Teatro Pavón.


El mayor reto al que se enfrenta el adaptador de una obra de Calderón -y adaptar, no nos engañemos, significa actualizar de alguna manera el texto original- es el de buscar un equilibrio entre fondo y forma, es decir, rescatar los elementos esenciales de la acción dramática impidiendo que estos queden asfixiados o diluidos en las anfractuosidades de la retórica barroca, pero salvaguardando al mismo tiempo elementos vitales de esa elaboradísima imaginería poética que a no dudar constituye uno de los mayores valores de todo el teatro de la época áurea. Pues bien, en líneas generales, Ernesto Caballero sale airoso del trance, y siendo bastante respetuoso con el texto de Calderón consigue hacer comprensible y atractiva una trama como la de la obra que comentamos asaz alambicada y rocambolesca.



Como en La vida es sueño, drama de referencia entre sus obras de carácter filosófico, y entre otras cuestiones de carácter moral o político de no menor importancia, Calderón aborda aquí la problemática típicamente barroca de la imposibilidad de separar apariencia y realidad. Para ello somete a sus personajes a una suerte de encantamiento, obra del mago Lisipo, por el que todos ellos mudan de aspecto y son trasladados súbitamente de las breñas de lo más impenetrable del bosque donde Focas ha encontrado por fin a quien cree ser su hijo a las estancias suntuosas de un palacio de ensueño, para ser devueltos de nuevo tras el hechizo a su condición primera. Todo ello resulta no ser más que una prueba por medio de la cual el usurpador Focas pretende resolver el terrible dilema al que se enfrenta: averiguar cual de los dos jóvenes encontrados, Heraclio o Leonido, es su propio hijo y cual el de su oponente, el emperador Mauricio, del que obviamente desea desembarazarse para mantenerse en el trono.

Desde el comienzo -como nos previene Lisipo en su breve proemio- nos vemos sumergidos en una atmósfera mágica, parecida a la del bosque de las hadas en el Sueño de una noche de verano, en un ambiente donde el raciocinio queda en suspenso mientras asistimos asombrados, como los propios personajes, a toda suerte de ilusiones y prodigios que constituyen una muestra de la más pura teatralidad barroca. Coadyuvantes necesarios de esta celebración del teatro son la luz irreal que inunda la escena y el sonido de dulces melodías fundido con el eco de voces extrañas surgidas de la profundidad del bosque que acompañan las peripecias de nuestros protagonistas; pero también los son el espacio escénico y el vestuario informal y naif de José Luis Raymond y de Kurt Allen Willmer, y desde luego, un estudiado esquema de movimiento escénico.

Mención aparte quizá merece el trabajo estupendo de los actores, tanto en las escenas corales en la que participan los soldados y las amazonas (náyades o cortesanas) como en aquellas en las que los actores intervienen a título individual. Tres parejas, si se nos permite expresarnos así, destacan por su protagonismo en una obra que explota conscientemente el juego de las duplicidades, las simetrías y las antítesis: la pareja Focas-Astolfo, la que forman Heraclio y Leonido y la de las damas Cintia y Libia. De las tres, ésta última es la que presenta menores contrastes, dos bellezas exóticas que parecen sacadas de las sagas escandinavas, más rebelde y aguerrida la primera (Carmen del Valle), más dulce y obsequiosa la segunda (Karina Garantivá); Respecto a Heraclio y Leonido, de su condición de gemelos del inicio de la obra, dos jóvenes montaraces e impetuosos, iguales en su asombro ante la presencia femenina y en su respeto y devoción por Astolfo, pasan por un proceso de individuación que hace del segundo (Jorge Machín) un ser taimado y egoísta y del primero (Iñaki Rikarte) un ser generoso y comprensivo. Astolfo (José Luis Esteban) modula un venerable anciano de ademanes torpes y voz oracular, leal vasallo y fiel servidor de los jóvenes; su tozudez y empecinamiento sacan de quicio a Focas, el fiero tirano a quien da vida Ramón Barea en un papel que parece hecho a su medida; su impetuosidad y deseo de venganza del principio dejan paso a una desazonadora sensación impotencia y desesperación, y la incredulidad, y a una cierta complacencia, incluso, cuando revestido de armiño cede a la tentación de confiar en el hechizo de Lisipo para resolver su disyuntiva. Y todavía quedaría por mencionar la puntual aparición del conde Federico (Carles Moreu), y su escenografía de resonancias musolinianas o el gracejo de los pastores Luquete y Sabañón (Paco Ochoa y Jorge Basanta) los dos graciosos, embutidos en su particular versión de traje tirolés que provocan la risa del respetable.

Gordon Craig.

Compañía Nacional de Teatro Clásico. En la vida todo es verdad y todo es mentira.
Gordon Craig Diario de Alcalá.

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