miércoles, abril 28, 2010

TEATRO. Por el placer de volver a verla. “El teatro, de nuevo; ese milagro”.


De Michel Tremblay.
Con: Blanca Oteyza y Miguel Ángel Solá.
Dirección: Manuel González Gil.
Madrid. Teatro Amaya.


No sé por qué al iniciar el comentario de esta obra del canadiense Michel Tremblay me viene a las mientes El zoo de cristal, de Tennessee Williams. Quizá por la analogía de los personajes, como la figura del hijo, que es en las dos piezas el narrador de la historia; o por la figura heroica, aunque frágil, de la madre y su inquieta y azorada vitalidad; o quizá porque está impregnada de la misma honda y persistente emoción que constituía la primera condición de aquella obra: la nostalgia. Y es que como decía el propio Williams de su pieza, ésta también es una obra de recuerdos. De hecho constituye un emotivo y placentero ejercicio de rememoración.


Articulada en torno a unos cuantos episodios de su vida pasada, algunos de ellos insignificantes, otros de mayor enjundia y significación para él, el protagonista, un reconocido autor teatral en plena madurez artística, se ve tentado de evocar ante los espectadores la figura carismática e insustituible de su madre, no tanto como un severo ajuste de cuentas con su pasado, sino simple y llanamente, por el placer de volver a reír, a llorar, a sentir, en suma, con alguien con quien se compartieron momentos irrepetibles, una vez superados los miedos infantiles, una vez filtrados los resquemores o la desconfianza y apeado de ese pedestal de orgullo y autosuficiencia al que con frecuencia nos encaramamos en la adolescencia.


En un escenario drásticamente vaciado de elementos decorativos, la luz y la música son los únicos soportes externos -más allá de la palabra- de los que se sirve el autor para evocar ese universo lejano y un tanto nebuloso de la infancia del que se extraen, sin embargo, unos recuerdos extraordinariamente nítidos a cuya teatralización se entrega con fruición el protagonista, todo ello tamizado, por una dosis justa de humor, de ironía y de ternura.

El texto puede hacerse un tanto repetitivo en ocasiones, cuando se hace eco de algunas reflexiones de la madre ante la insistencia de su hijo por obtener respuestas a sus cogitaciones, reiteración que ni la sabiduría interpretativa de Blanca Oteyza puede conjurar (resultan un poco casinas, en particular, sus explicaciones del inverosímil comportamiento de los protagonistas de la novela de aventuras que esta leyendo su hijo) pero por lo general el diálogo es ágil, y se va haciendo más consistente en la segunda parte de la obra, a la vez que ambos personajes maduran desde el punto de vista intelectual y humano, y se paran a valorar aquellas cosas que de verdad dan sentido a la existencia, o cuando se introduce la reflexión sobre el misterio del teatro, o ante la inminencia de la muerte de la madre. Es también en esta segunda parte cuando la compenetración entre ambos intérpretes llega a su cenit, cuando se aquilata más si cabe -en el caso de Blanca, porque Miguel Ángel Solá está enorme de principio a fin- el trabajo de actuación y nos depara la agradable y estimulante sensación de comprobar que todavía hay actores y actrices capaces de seducir al espectador, de llevarle a experimentar la misteriosa fascinación de la palabra, de sorprenderlo con el giro inesperado en que se resuelve una escena o de emocionarlo hasta las lágrimas. Un placer, sin duda, volver a verlos otra vez juntos.

Gordon Craig.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Y las lágrimas que derrame. Una actuación notable de ambos.

Anónimo dijo...

Clase magistral. En apenas noventa minutos te llevan de las narices por toda tu vida aunque la obra vaya de otras vidas, no de la tuya. Pero pasa eso, y te hacen llorar y reír y disfrutar. Hacen lo que debería hacer siempre el teatro con nosotros. Melchor Paniagua