jueves, marzo 04, 2010

TEATRO. Realidad. “Cuando nada es lo que parece”.


De Tom Stoppard. Versión de Juan V. Martínez Luciano.
Con: María Pujalte, Javier Cámara, Juan Codina, Arantxa Aranguren, Patricia Delgado, Alex García y Jorge Páez.
Escenografía: Alfonso Barajas.
Dirección: Natalia Menéndez.
Madrid. Teatro María Guerrero. 28 de febrero de 2010.


Me gustaba más el título original de la traducción de Juan Vicente Martínez Luciano (año 2000) que sirve de base al espectáculo que comentamos. “The real thing”, que es como se denomina la obra en inglés, se traducía allí por “Algo auténtico”. Es verdad que obviaba la palabra “real”, presente tal cual en el original inglés, pero a cambio, remitía a lo que constituye el verdadero al leit motiv de todos los personajes de la obra: la búsqueda infructuosa de la autenticidad; la búsqueda del amor auténtico, verdadero; pero también la búsqueda de la autenticidad del arte, de las relaciones sociales o de las ideas políticas. Que de todo hay en esta sardónica, incisiva y un punto alambicada comedia de Stoppard.


La obra empieza con Max y Charlotte en escena, son una pareja cuyo matrimonio parece que está a punto de romperse. Pero no hay que engañarse; en la siguiente escena nos enteramos de que ambos no eran reales sino personajes de una obra que ha escrito Henry para Carlotte, su mujer verdadera; pero ¿hasta que punto lo es de verdad?, porque en la escena siguiente, en casa de Harry, donde ambos se han reunido con Max y Annie -otra pareja al borde del abismo-, descubrimos que Henry está enamorado de Annie; ¡qué digo enamorados!, Annie parece presa de un furor uterino, de un deseo vehemente e inaplazable que está dispuesta a materializar allí mismo sobre la alfombra del salón mientras sus respectivos cónyuges preparan un improvisado tente en pie en la cocina. Y así sucesivamente. Toda la obra no es sino un auténtico tour de force en el que cada episodio desmiente al anterior, en el que cada nueva escena nos obliga a reinterpretar las anteriores porque los presupuestos en los que se fundaba nuestra intelección de aquellas son transformados por cada nueva revelación de los personajes. Unos personajes de hiriente actualidad, instalados permanentemente en la duda sobre sí mismos y sobre los demás, que se aman, se odian, se engañan o se zahieren sin cesar superados por las circunstancias.

Estamos ante un brillante juego metateatral de ritmo trepidante donde la acción galopa desenfrenada a caballo de un diálogo endiabladamente ágil, conciso y fluido que el traductor ha acertado a trasvasar convincentemente al castellano. Las réplicas participan de la sobriedad un tanto enigmática del lenguaje de Pinter, del ingenio y la pirotecnia verbal de Wilde y están cargadas de esa fina ironía que es marca de la casa de todo el teatro británico. Un cúmulo, en fin, de sutilezas verbales y emocionales en los cambiantes estados de ánimo de los personajes, en sus actitudes, o en la multiplicidad de planos y perspectivas en la que se desdobla su personalidad, que constituye un reto casi insuperable para cualquier compañía, incluso para ésta de primeros espadas con que cuenta el montaje, incluida una curtida directora como es Natalia Menéndez y unos todoterreno como Javier Cámara (Harry), y María Pujalte (Annie); un reto superado a ratos, con hallazgos puntuales aquí y allá donde se atisba la complejidad de la obra, aunque el resultado general acuse ciertas carencias en la construcción de los personajes principales lastrada por un excesivo predominio del tono vodevilesco.

El tempo y el movimiento escénico parecen atinados, y la ambientación sonora que acompaña a los personajes en su frenética actividad. No acabo de ver muy claro, en cambio, como se compadece esa absoluta libertad compositiva en la administración de los tiempos y de los espacios y esa reflexión continua sobre los límites de la realidad, con el colosalismo de la escenografía, ese pesado armazón de madera que gravita como un peso muerto sobre el escenario o ese empeño por diferenciar los interiores evocados a base de cambiar el aspecto de las puertas de entrada y salida de los diversos aposentos donde se desarrolla la acción sirviéndose para ello de un artificioso sistema de poleas. Demasiada tecnificación que contrarresta el ejercicio de imaginación que nos propone el dramaturgo.

Gordon Craig.


Realidad. Teatro María Guerrero.

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