De Peter Weiss. Versión de Alfonso Sastre.
Con: Roberto Álamo, Luis Bermejo, Alfonso Blanco, Luis Calero, Pedro Casablanc, Lola Casamayor, Javivi, Virginia Nölting, Nathalie Poza, Tomás Pozzi, Pepe Quero, Miguel Rellán, María Alfonsa Rosso, Alberto San Juan, Cecilia Solaguran y Fernando Tejero.
Animalario Teatro. Dirección: Andrés Lima
Madrid. Teatro María Guerrero.
La persecución y muerte de Jean-Paul Marat representada por el grupo escénico del hospital de Charenton bajo la dirección del señor De Sade (que tal es el título completo de la pieza a la que habitualmente nos referimos con la expresión abreviada de Marat-Sade) es una obra sobre la revolución y sobre la locura. Constituye un hito de la dramaturgia europea contemporánea y fue piedra de escándalo para una cierta mentalidad bienpensante que en España se tradujo, con ocasión de su estreno por Adolfo Marsillach en 1968, en un altercado con la censura de proporciones considerables. Los tiempos han cambiado, afortunadamente, ¿o no? y hoy un teatro público puede acoger esta pieza y nadie se rasga las vestiduras, por lo que resulta sorprendente, e inédito, que en el programa de mano figure una apostilla en la que el C.D.N. “declina su responsabilidad sobre los contenidos de la obra”. Inexplicable.
Weiss construye la obra dando forma dramática a la representación, por parte de un grupo de pacientes de la casa de salud de Charenton, de una supuesta obra apócrifa del “divino marqués” -interno él mismo en dicha institución-, acerca de los últimos días de la vida del sanguinario ideólogo revolucionario y miembro de la Comuna Jean-Paul Marat y su muerte a manos de Carlota Corday. Asisten a la representación, además de los internos, médicos, enfermeros, monjas y hasta la directora del manicomio, produciéndose una multiplicidad de planos narrativos y temporales que confieren a la pieza una notable complejidad estructural, acentuada por la duplicidad permanente del comportamiento de los protagonistas locos que simulan cordura, aunque destacan entre todas las líneas de conflicto el contraste o la oposición de los personajes fundamentales: Marat, que encarna los postulados de la revolución social proletaria con sus excesos y contradicciones, y Sade, que viene a representar la suprema libertad creadora del artista, la emancipación de lo reprimido y el escepticismo crítico ante cualquier posibilidad de mejora permanente de las condiciones de vida de sus conciudadanos. Cada uno a su manera, los dos propician la supresión de las barreras de toda índole, social, moral, política o religiosa que coartan la libertad del hombre. Y al parecer ambos fracasan, por cuanto al final de la obra se reinstaura el orden con el triunfo de las fuerzas de la reacción, bien que con el espíritu revolucionario que ambos personajes encarnan inoculado como un virus en el cuerpo social y dispuesto a manifestarse en cualquier momento.
Trama como vemos densa, proteica, preñada de símbolos, sugerencias y de estímulos para la reflexión, que toma la forma de una violenta sacudida a nuestras conciencias dormidas, y que no se si el montaje de Animalario acaba de concretar del todo o si por el contrario desvirtúa, anclados como están en la estética de la provocación y del exabrupto, que tan buenos resultados les ha proporcionado, por cierto, en otras ocasiones. El montaje se convierte a nuestro modesto entender en un ceremonial truculento que tiene algo de arrabalesco pero poco de artaudiano. Más allá de la profunda desrealización a la que se somete a la espacio escénico, con hirientes contrastes de iluminación incluidos, y contados interludios donde el movimiento, el gesto y el verbo alcanzan el paroxismo de la “demencia dionisíaca”, la palabra y la expresividad corporal siguen caminos separados mientras que una comicidad burda, hasta chocarrera, a veces, contamina el desarrollo de la acción destruyendo la coherencia interna del relato; por no mencionar la permanente búsqueda de la complicidad del auditorio y el tono panfletario de algunos discursos con ostensibles guiños a la realidad política presente, fuera de lugar en una figura como la del marqués de Sade que pudo ser cualquier cosa menos un doctrinario.
El resultado, en fin, no se corresponde con el derroche de energía de que hacen gala los actores, aunque el público, todo hay que decirlo, aplaudió a rabiar su trabajo al finalizar la representación. No poco de ese esfuerzo se malgasta en encontrar su emplazamiento adecuado para cada escena y en transitar por esa especie de vertedero inmundo impracticable en el que se ha convertido el escenario, vaga metáfora de una moral corrompida cuya indefinición se reproduce también en la construcción de los personajes, con la excepción Luis Bermejo en el papel de el erotómano Duperret, Alberto Sanjuán, que coyunturalmente nos ofrece vívidas imágenes de la depravación del marqués de Sade, Pedro Casablanc en un torturado Marat, y su abnegada cuidadora Simona Evrad (Virginia Nöltling); pero sobre todo, la sonámbula y sensual Carlota Corday cuya máscara de heroína romántica de ademanes pausados y mirada enajenada compone y mantiene a lo largo de toda la representación una espléndida Natalie Poza.
Gordon Craig.
Con: Roberto Álamo, Luis Bermejo, Alfonso Blanco, Luis Calero, Pedro Casablanc, Lola Casamayor, Javivi, Virginia Nölting, Nathalie Poza, Tomás Pozzi, Pepe Quero, Miguel Rellán, María Alfonsa Rosso, Alberto San Juan, Cecilia Solaguran y Fernando Tejero.
Animalario Teatro. Dirección: Andrés Lima
Madrid. Teatro María Guerrero.
La persecución y muerte de Jean-Paul Marat representada por el grupo escénico del hospital de Charenton bajo la dirección del señor De Sade (que tal es el título completo de la pieza a la que habitualmente nos referimos con la expresión abreviada de Marat-Sade) es una obra sobre la revolución y sobre la locura. Constituye un hito de la dramaturgia europea contemporánea y fue piedra de escándalo para una cierta mentalidad bienpensante que en España se tradujo, con ocasión de su estreno por Adolfo Marsillach en 1968, en un altercado con la censura de proporciones considerables. Los tiempos han cambiado, afortunadamente, ¿o no? y hoy un teatro público puede acoger esta pieza y nadie se rasga las vestiduras, por lo que resulta sorprendente, e inédito, que en el programa de mano figure una apostilla en la que el C.D.N. “declina su responsabilidad sobre los contenidos de la obra”. Inexplicable.
Weiss construye la obra dando forma dramática a la representación, por parte de un grupo de pacientes de la casa de salud de Charenton, de una supuesta obra apócrifa del “divino marqués” -interno él mismo en dicha institución-, acerca de los últimos días de la vida del sanguinario ideólogo revolucionario y miembro de la Comuna Jean-Paul Marat y su muerte a manos de Carlota Corday. Asisten a la representación, además de los internos, médicos, enfermeros, monjas y hasta la directora del manicomio, produciéndose una multiplicidad de planos narrativos y temporales que confieren a la pieza una notable complejidad estructural, acentuada por la duplicidad permanente del comportamiento de los protagonistas locos que simulan cordura, aunque destacan entre todas las líneas de conflicto el contraste o la oposición de los personajes fundamentales: Marat, que encarna los postulados de la revolución social proletaria con sus excesos y contradicciones, y Sade, que viene a representar la suprema libertad creadora del artista, la emancipación de lo reprimido y el escepticismo crítico ante cualquier posibilidad de mejora permanente de las condiciones de vida de sus conciudadanos. Cada uno a su manera, los dos propician la supresión de las barreras de toda índole, social, moral, política o religiosa que coartan la libertad del hombre. Y al parecer ambos fracasan, por cuanto al final de la obra se reinstaura el orden con el triunfo de las fuerzas de la reacción, bien que con el espíritu revolucionario que ambos personajes encarnan inoculado como un virus en el cuerpo social y dispuesto a manifestarse en cualquier momento.
Trama como vemos densa, proteica, preñada de símbolos, sugerencias y de estímulos para la reflexión, que toma la forma de una violenta sacudida a nuestras conciencias dormidas, y que no se si el montaje de Animalario acaba de concretar del todo o si por el contrario desvirtúa, anclados como están en la estética de la provocación y del exabrupto, que tan buenos resultados les ha proporcionado, por cierto, en otras ocasiones. El montaje se convierte a nuestro modesto entender en un ceremonial truculento que tiene algo de arrabalesco pero poco de artaudiano. Más allá de la profunda desrealización a la que se somete a la espacio escénico, con hirientes contrastes de iluminación incluidos, y contados interludios donde el movimiento, el gesto y el verbo alcanzan el paroxismo de la “demencia dionisíaca”, la palabra y la expresividad corporal siguen caminos separados mientras que una comicidad burda, hasta chocarrera, a veces, contamina el desarrollo de la acción destruyendo la coherencia interna del relato; por no mencionar la permanente búsqueda de la complicidad del auditorio y el tono panfletario de algunos discursos con ostensibles guiños a la realidad política presente, fuera de lugar en una figura como la del marqués de Sade que pudo ser cualquier cosa menos un doctrinario.
El resultado, en fin, no se corresponde con el derroche de energía de que hacen gala los actores, aunque el público, todo hay que decirlo, aplaudió a rabiar su trabajo al finalizar la representación. No poco de ese esfuerzo se malgasta en encontrar su emplazamiento adecuado para cada escena y en transitar por esa especie de vertedero inmundo impracticable en el que se ha convertido el escenario, vaga metáfora de una moral corrompida cuya indefinición se reproduce también en la construcción de los personajes, con la excepción Luis Bermejo en el papel de el erotómano Duperret, Alberto Sanjuán, que coyunturalmente nos ofrece vívidas imágenes de la depravación del marqués de Sade, Pedro Casablanc en un torturado Marat, y su abnegada cuidadora Simona Evrad (Virginia Nöltling); pero sobre todo, la sonámbula y sensual Carlota Corday cuya máscara de heroína romántica de ademanes pausados y mirada enajenada compone y mantiene a lo largo de toda la representación una espléndida Natalie Poza.
Gordon Craig.
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