De William Shakespeare.
Con: Chantal Aimée, Pere Arquillué, Joan Carreras, Pere Eugeni Font, Ángela Jove, Natalie Labiano, Norbert Martínez, Sandra Nonclús, Alicia Pérez, Ernest Villegas y otros.
Teatre Lliure. Dirección: Carlota Subirós.
Madrid. Teatro Español. 26 de diciembre de 2006.
El Teatre Lliure cumple esta temporada sus treinta años de existencia y acaba de aterrizar en el Teatro Español de Madrid con tres montajes ofreciendo al espectador capitalino una muestra de sus actuales líneas de trabajo. Dos de ellos corren a cargo de Alex Rigola, actual director artístico de la institución, el tercero, que vimos anteayer, es una versión de Otelo de Shakespeare, cuya adaptación y dirección corre a cargo de la joven Carlota Subirós.
Siempre he pensado, quizá erróneamente, que los directores de teatro deberían de tener una buena razón para llevar a escena las obras consagradas (o canónicas, digamos, para emplear la más precisa terminología de Bloom) de la tradición teatral occidental. Me refiero a hacer un trabajo innovador pero coherente, que proporcione un enfoque realmente nuevo artísticamente hablando, o que profundice en alguno de sus aspectos temáticos relevantes, o que ofrezca una auténtica lectura contemporánea de la obra en cuestión inscribiéndola en un contexto ideológico o social concreto que la ilumine, revelando valores o motivos para la reflexión o para el deleite, que en el pasado hayan quedado necesariamente ocultos. Y quizá hay algo de todo eso en este montaje de Carlota Subirós, aunque esa “buena razón” a que aludía más arriba, no acierto a descubrir cual es, más allá de la seducción que un texto de tan honda entraña humana debe de ejercer sobre cualquier director (directora, en este caso) con un mínimo de sensibilidad teatral, o del reflejo feminista que convierte al noble Otelo, una vez presa del monstruo de ojos verdes de los celos, en un macho zafio y desconsiderado a un tris de convertirse en un repulsivo maltratador.
El montaje ha salvaguardado los elementos fundamentales de la trama y las motivaciones de los personajes -que se hacen demasiado explícitas, a veces, como si se dudara de la capacidad del público para penetrar en los recovecos y anfractuosidades de tales motivaciones-, quedan, asimismo, formulados los términos esenciales del conflicto, un triángulo de celos, violencia y ambición; a lo que se suma una voluntad evidente de explorar nuevas posibilidades técnicas de expresión, como proyecciones y efectos sonoros, que resultan, a mi juicio, redundantes. Se ha desposeído, en cambio, a los protagonistas de todo lo que se relaciona con la voluptuosidad, eximiéndolos de la complacencia en cualquier alusión sensual o morbosa y situando su relación erótica en las antípodas del “imperio de los sentidos”.
El resultado es un espectáculo frío y distante, a lo que contribuye no poco el escenario desnudo ayuno de cualquier elemento de ambientación reconocible a no ser el verde oliva de los uniformes militares, las botas altas, o las pinceladas vagamente orientalizantes en los entorchados de las casacas de Otelo y sus lugartenientes en el acto primero de la obra. Después todo es convencional, despersonalizado, como el entallado vestido corto de Emilia, el atuendo informal de Blanca o la discreta ropa interior de Desdémona
El trabajo de los actores se compadece con este sesgo decididamente abstracto que la directora ha querido imprimir a la puesta en escena. A excepción de la vehemencia de Emilia (Chantal Aimée) en la escena en que descubre los tejemanejes de Yago, de la violencia desatada en la pelea de Rodrigo con Casio, de la que sale muerto el primero y malherido el segundo a manos de Yago, o del efectista y sangriento final, con tajo en la yugular incluido, los personajes someten sus impulsos al riguroso control del raciocinio. Otelo mismo (Pere Arquillué) parece jovial en demasía, resta importancia a cuanto le ocurre, y tan sólo un grito desgarrado (proferido de espaldas al público) da muestra de la hondura de su despecho al creerse traicionado. Desdémona (Alicia Pérez) es una esfinge atlética y madura que dosifica sus caricias a Otelo y las muestras de afecto por Casio. Tan sólo Yago (Joan Carreras) se muestra como el consumado cínico y sin escrúpulos que es; su entonación sinuosa y su gesto repulsivo ponen en guardia a los espectadores acerca de sus aviesas intenciones, aunque, irónicamente, los personajes de la obra no se den cuenta hasta que ya es demasiado tarde.
Gordon Craig.
27-XII-2006.
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