De Bertolt Brehct.
Con: Yolanda Ulloa , Gonzalo de Castro, Antonio Gil, Enriqueta Carballeira, Alberto Castrillo, Carlos de Gabriel, Teresa Lozano, Manuel Millán, Prado Pinilla, Román Sánchez, Víctor Criado, Empar Ferrer y otros.
Escenografía: Paco Azorín. Vestuario: Ana Garay.
Dirección Luis Blat.
Madrid. Teatro María Guerrero.
l teatro de Brecht propende más a la reflexión ética que a la introspección psicológica, conserva siempre un reducto de didactismo -heredado de Piscator- y una profunda crítica social e ideológica, fruto de su formación marxista, aunque sin caer en el dogmatismo ni en lo panfletario, por eso sus obras casan bien con el modelo de las parábolas o de las fábulas morales. De ellas conserva la simplicidad argumental, el desplazamiento histórico de las situaciones, el tono humorístico y su pretensión de validez universal, a lo que Brecht añade la ironía, la paradoja y los finales abiertos. Técnicamente también es muy novedoso, enemigo del “romanticismo” y de lo irracional, cultiva, en cambio, una visión precisa, objetiva y analítica de la escena y del trabajo de los actores.
Todo esto y mucho más ha sabido ver Luis Blat, director del espectáculo que comentamos, en esta obra de madurez de Brecht, y nos regala un montaje genuinamente brechtiano, con una incisiva lectura del texto y con una depurada técnica escénica-escenográfica, donde todo, desde el gestus y el movimiento de los actores hasta la composición, está meticulosamente planificado en sus más ínfimos detalles durante las casi tres horas que dura la representación.
La fábula es sencilla; una delegación de los dioses inmortales ha bajado a la tierra en busca de una persona de bien, cifran en su hallazgo la posibilidad de transformación de una sociedad miserable y corrompida. Llegan a Sezúan y entran en contacto con la prostituta Shen-Te, en quien reconocen a la persona que van buscando. Precisamente ahora Shen-Te se halla en apuros, y para ayudarla, le proporcionan una importante cantidad de dinero con el que paga el traspaso de una tiendecita y se establece como estanquera. Este cambio de situación parece que va a facilitar que se manifieste su natural bondadoso y amable, pero bien pronto nos damos cuenta de que no le acarrea sino disgustos y tribulaciones: conocidos y menesterosos acuden a ella demandándole caridad más allá de sus posibilidades; le acosan los acreedores; y hasta un aviador, al que salva del suicidio y del que se enamora, quiere aprovecharse de ella con fines egoístas. Siguiendo, en fin, los dictados de su buen corazón, llega incluso a querer testificar en falso para ayudar a su amigo Wang, el aguador. La obra concluye con la reaparición de los dioses, metamorfoseados en jueces, para evaluar, a la luz del comportamiento de Shen-Te, si pueden abrigar esperanzas de que la especie humana puede llegar a ser mejor.
No voy a desvelar el veredicto, ni el contenido de la escena final porque son unos de los principales alicientes de la obra y deben ser descubiertos y gozados por cada espectador. Si diré que constituyen un poderoso estímulo para la reflexión sobre la experiencia humana del bien y del mal. Y si el buen Samaritano del Nuevo Testamento, o Viridiana, de Luis Buñuel -con quien Shen-Te guarda notables coincidencias-, eran seres de una pieza, nuestra protagonista, como Jano, tiene dos caras, contiene en sí misma la benvolencia y la severidad, viniendo a ejemplificar su vida una cruda e irresoluble paradoja cuyo desvelamiento amenaza con dinamitar la validez de los preceptos -“el pesado fardo de los Mandamientos”- según los cuales los dioses ordenan la vida sobre la tierra, o dicho de forma menos ampulosa, según los cuales organizamos nuestra peregrina convivencia con el prójimo y perseguimos la felicidad.
Aun siendo profunda y enjundiosa la lección moral que la obra encierra y las reflexiones aledañas sobre la pobreza, el dinero, el orden o la corrupción, presentes en muchas otras obras del autor, no lo es menos el impacto estético del espectáculo, lo que incluye la puesta en escena y la dirección. Luis Blat ha conseguido una perfecta armonía entre todos los elementos de la teatralidad confiriendo al conjunto un alto vuelo poético. Poética del claroscuro, de las tonalidades suaves y sin estridencias, en la iluminación. Poética del espacio, del espacio público, abierto, comunitario, de la calle empedrada frente a la tiendecita de Shen-Te, al que se opone el espacio cerrado, asfixiante, casi carcelario, del taller clandestino de labores de tabaco; o el adusto interior del juzgado opuesto al apacible y lluvioso atardecer otoñal y a la atmósfera exótica de farolillos votivos o ceremoniales y proyecciones de grabados orientales. Y a ello habría que añadir el trabajo de los actores. El elenco, en su conjunto desarrolla un trabajo ejemplar, destacando quizá la vivaracha e interesada anciana señora Deng (Enriqueta Carballeira); el cínico, fatuo y egoísta Sun, el aviador, (Antonio Gil Martínez); el repulsivo barbero Shu Fu (Vicente Díaz) y el bonachón y entrañable niño grande Wang (Gonzalo de Castro). Pero sobre todos ellos sobresale Yolanda Ulloa, a quien no habíamos tenido ocasión de ver hasta ahora en ningún papel de importancia y que hace un trabajo verdaderamente espléndido, transitando, sin dificultad aparente y con la mayor naturalidad, de la dulce y delicada Shen-Te, viva imagen de la bondad y de la ternura, al resuelto hombre de mundo Shui-Ta, su primo ficticio, insensible al dolor ajeno, desconsiderado y sin escrúpulos.
Un brillante y sugestivo final de temporada para el María Guerrero, que confirma el potencial poético y la actualidad del teatro de Brecht, que consagra a un director de talento y que ofrece la posibilidad de disfrutar de una inspirada y bellísma puesta en escena y de un intachable trabajo actoral.
Gordon Craig.
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