martes, noviembre 08, 2005

TEATRO. Wunschkoncert, (Concierto a la carta). "Las voces del silencio".

De: Franz Xaver Kroetz.
Con: Anne Tismer y Ulrike Bindert (soprano).
Dirección: Thomas Ostermeier.
Madrid. XXII Festival de Otoño. Teatro de la Abadía.



Nada autorizaría en principio a establecer vínculo alguno entre esta señorita Rash, la protagonista de “Wunschkoncert” y Nora Helmer de Casa de Muñecas, triunfante esta última del oprobio y la humillación, abandonando a su marido y a sus hijos en un supremo acto de rebeldía y autoafirmación personales; derrotada la primera, con sus expectativas frustradas y abocada al suicidio ante la constatación irrevocable de la inutilidad de una existencia vacía. No obstante, la coincidencia (¿fortuita?) en cartel de ambas obras que han propiciado los organizadores del Festival de Otoño (y con la misma actriz protagonista, que tiene que hacer doblete para estar consecutivamente en el auditorio de la RESAD y el teatro de la Abadía), dispara nuestro malsano gusto por la conjetura y nos impele a descubrir una secreta relación entre ambos personajes. ¿Será este final trágico y desolado, quince o veinte años después del portazo más famoso de la historia del teatro, el que el destino ha reservado para la mujer que con su valeroso proceder inauguraba la era de la emancipación femenina?

Pero suposiciones aparte, el hecho es que la vida de ambas mujeres como la de otras grandes heroínas de la narrativa y el teatro europeo contemporáneos (llámense Enma Bovary, o Doña Rosita, o Adela, de La casa de Bernarda Alba, de Lorca) viene marcada por la negra sombra del infortunio. Y de todas ellas, creemos que la suerte de esta señorita Rusch, coetánea nuestra, es la más terrible y desoladora. El desenlace parece más cruel por cuanto no es fruto de la enajenación momentánea del raciocinio que producen las grandes pasiones -de las que parece estar exenta nuestra protagonista-, sino de la insoportable carga en que puede llegar a convertirse administrar en soledad las mil y una ínfimas tareas de la vida diaria en la intimidad. Y el grito de desesperación es más hiriente y penetra más las fibras de nuestra sensibilidad porque no está expresado con palabras, “esa hipócrita cortina de humo” que, según Harold Pinter, impide percibir al otro en su verdadera y extrema desnudez, sino con el silencio.

Todo transcurre en una tarde cualquiera. Tras una larga y, probablemente, agotadora jornada de trabajo nuestra protagonista vuelve a su apartamento, un lugar frío y despersonalizado, donde nadie la espera, ni amante, ni amiga con la que compartir alguna confidencia, ni siquiera una carta, o una llamada en el contestador, sólo los edificantes mensajes de un catálogo publicitario, las imágenes banales de la televisión y el sonido metálico, neutro, de un programa de radio que ocasionalmente reproduce una voz cálida y amiga como la de Leonard Cohen o el tono solemne de un aria de ópera que trasporta a nuestra desequilibrada heroína a las alturas de una momentánea alucinación próxima a los extravíos de la visión mística, de la que sale para constatar, de nuevo, que no hay nada, absolutamente nada excepto la tediosa reiteración de la rutina diaria.

La responsable última de esta proeza es Anne Tismer, dando vida a una lánguida y triste solterona, madurita y hogareña, cuyos largos años de vida solitaria han terminado por hacer mella en su equilibrio emocional. Y asombra realmente la meticulosidad enfermiza con la que lleva a efecto la más nimias operaciones, hasta el punto de convertirlas en hábitos fijos e inamovibles que realiza obsesiva y maquinalmente convertida en una verdadera autómata y produciendo en el espectador la sensación de que nos encontramos ante una perturbada. El punto álgido de su espléndida actuación, el momento donde transmite más tristeza y desvalimiento, si es que puede establecerse una gradación en ese inagotable catálogo de pequeñeces que llenan las interminables horas de una velada hogareña, es la operación de denudarse e irse a la cama, porque ese es quizá el último minúsculo acto del ritual que antecede al momento fatídico que constituye el acostarse y quedarse a oscuras enfrentada al vértigo del vacío y de la soledad absoluta.

Gordon Craig.

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