Mostrando entradas con la etiqueta Ernesto Arias. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Ernesto Arias. Mostrar todas las entradas

martes, octubre 11, 2016

TEATRO. Dos nuevos Entremeses, nunca representados. "Vino añejo en odres nuevos".

Título: El rufián viudo llamado Trampagos y La guarda cuidadosa.
Autor: Miguel de Cervantes.
Con: Silvia Acosta,Víctor Antona, Vivi Atienza, Carmen Bécares, Claudia Coelho, Xana de Mar, Ion Iraizoz, Jesús Luque, Juan Paños, Luna Paredes, Pablo Rodríguez, Nicolás Sanz, José Juan Sevilla, Marcos Toro, Carmen Valverde y Aida Villar.
Dramaturgia: Brenda Escobedo.
Ambientación: Silvia de Marta.
Musica: Eduardo Aguirre de Cárcer.
Dirección: Ernesto Arias.
Alcalá de Henares. Corral de Comedias.


Con ocasión de la reposición en 2014 de los Entremeses -espectáculo inaugural del teatro de la Abadía allá por el año 1994- escribíamos que tal montaje constituía una muestra bien representativa del que vendrá a ser el impagable legado a la escena española contemporánea del actor, director y académico José Luis Gómez, impulsor y alma mater durante estos más de 20 años del quehacer artístico del teatro de la calle Fernández de los Ríos.

El presente estreno de estos Dos nuevos Entremeses nunca representados (El rufián viudo llamado Trampagos y La guarda cuidadosa) cuya dirección José Luis Gómez ha encomendado a Ernesto Arias constituye el inicio gozoso y esperanzador de una nueva época donde los alumnos del maestro han tomado la batuta para continuar y expandir su proyecto.

Y quien vea este nuevo montaje podrá concluir que la continuidad está garantizada. El mismo árbol de entonces enseñorea ahora la escena y los mismos “mozos” y “mozas” que se rendían al sueño bajo sus ramas bañadas por la luna, despiertan ahora rejuvenecidos, como tocados por la magia de Oberón en El sueño de una noche de verano, para acompañarnos por los procelosos vericuetos de la febril imaginación cervantina. Y la misma exigencia renovada por un riguroso trabajo de expresión corporal -entre la disciplina grotowskiana y el virtuosismo y la sutileza de la comedia del Arte-, y el mismo empeño en situar la alocución escénica en el lugar de excelencia que se corresponde con el grado de elaboración artística de los textos a los que sirve.

Se trata de dos piezas de una comicidad rotunda, desbordante, bufonesca, de raigambre popular; dos textos codificados en un lenguaje de gran expresividad y plagado de términos de “germanía” que los actores incorporan con una extraordinaria naturalidad haciendo que suenen casi como el habla cotidiana. El resultado es una fiesta; una bacanal, estaríamos tentados de decir, si recordamos la francachela que se corren Trampagos y sus compadres para celebrar sus esponsales con su nueva pupila, la Repulida; dejémoslo en una orgía para los sentidos, donde música -espléndido trabajo de Eduardo Aguirre de Cárcer-, danza, gestualidad y palabra y se aúnan en un raro ceremonial de encantamiento. Y aunque traído un poco por los pelos -¿cómo contrapunto del registro rabiosamente popular de los entremeses?- agradezco sinceramente a Brenda Escobedo y a Ernesto Arias que hayan recuperado para el colofón del espectáculo parte del delicioso y discreto monólogo de la pastora Marcela de la primera parte de El Quijote y por el que siento especial predilección; modelo de elegancia y perfección es sin duda uno de los pasajes más hermosos de la literatura española.

Es tarea imposible ponderar individualmente el trabajo de un elenco tan numeroso y que muestra tan cumplidas como variadas habilidades, el canto, la danza o el manejo de instrumentos musicales. Cabe resaltar el movimiento escénico de conjunto en las numerosas escenas corales, pese a que en ocasiones el escenario se les queda inevitablemente pequeño. En La guarda cuidadosa debo destacar el donaire y desparpajo de la criadita Cristina (Luna Paredes) a la hora de elegir a su pretendiente y la atinada parodia del soldado fanfarrón que hace Ion Iraizoz. El tono paródico pero volcado a una sátira más acerba impregna en general a los personajes del segundo de los entremeses, con figuras de tintes valleinclanescos, en particular las tres “mozas del partido” la Pizpita, (Claudia Coelho), la Mostrenca (Carmen Bécares) y la Repulida (Xana del Mar) que rivalizan en descaro y zalamería para atraerse la voluntad de Trampagos; con la exhibición impúdica de sus atributos, sus gestos obscenos y su lenguaje procaz encandilan a los paisanos, al pendenciero Chiquiznaque (Ion Iraizoz) y al rústico patán encarnado por Nicolás Sanz. Marcos Toro hace una espléndida recreación del Trampagos, un taimado bergante que vive del comercio carnal de sus pupilas; la escena inicial del planto por la pérdida de la Pericona es antológica. Y no lo es menos el fin de fiesta en el que se celebra por todo lo alto la liberación de Escarramán (estupendo José Juan Sevilla), el misterioso cautivo en Berbería que se revela consumado danzante y seductor. Como contrapunto a la hiperactividad gestual de los integrantes de esta escena de lascivia, embriaguez y desenfreno Carmen Valverde, en una serena, casi hierática Marcela, se erige en una consumada maestra del “ars bene dicendi” renacentista.

En esta época de menosprecio y decadencia del idioma, en pleno apogeo de las fuerzas disgregadoras que amenazan con romper la unidad de España y menoscabar su rico acervo cultural heredado de siglos, el estreno de espectáculos como el que comentamos, fruto de una indagación exhaustiva y rigurosa en el universo cervantino, pilar indiscutible e indiscutido de ese rico patrimonio cultural común que es nuestra lengua española abre un pequeño resquicio de esperanza e invita a mirar el futuro con optimismo.

Gordon Craig.

miércoles, abril 20, 2011

TEATRO. Veraneantes. "Divertida y corrosiva radiografía de nuestro tiempo".


Texto de Miguel del Arco a partir de la obra de Máximo Gorki.
Con: Bárbara Lennie, Israel Elejalde, Miriam Montilla, Raúl Prieto, Miquel Fernández, Lidia Otón, Manuela Paso, Elisabet Gelabert, Cristóbal Suárez, Chema Muñoz y Ernesto Arias.
Dirección: Miguel del Arco.
Madrid, Teatro de la Abadía.


Veraneantes, de Gorki, describe a un grupo terratenientes y altos funcionarios de la Rusia de principios del siglo XX durante las semanas de su retiro estival en una mansión campestre en la que se han recluido para combatir el aburrimiento y los rigores del clima estepario. Sin preocuparse demasiado por construir una trama especialmente elaborada nos ofrece una sucesión de escenas asiladas que representan el fluir de esa vida disipada y ociosa. Fino observador de la realidad de su tiempo, a lo largo de dichas escenas sólo en apariencia inconexas, el autor alcanza a descubrir el verdadero sentido de unas vidas, en general vacías, varadas en la reiteración de unos rituales sociales marcados por el convencionalismo y el tedio y por un anhelo inconcreto de cambio, de transformación.


La versión de esta pieza que estrena ahora Miguel el Arco presenta el equivalente de aquellos personajes un siglo después. Quienes ahora ocupan el vértice de la pirámide social bien por méritos propios, como Raúl, o quienes han crecido a la sombra del poder como parásitos y aduladores como Miquel o Ernesto, sestean en chanclas y en bermudas, flirtean con sus congéneres de sexo opuesto con más descaro e insolencia o atienden sus compromisos por medio del teléfono móvil pero son tan fatuos e infelices como aquellos y están igual de insatisfechos con ellos mismos; más, si cabe, carentes de la más mínima expectativa de cambio histórico -que se percibía en el ambiente de los albores del siglo XX y que podían intuir los personajes de Gorki-, y agobiados por la pesada losa que supone la constatación del estrepitoso fracaso de la última posibilidad de la utopía. De ahí esa permanente necesidad de evadirse de la realidad cotidiana, esos intentos desesperados de dejar atrás las preocupaciones y las frustraciones recurriendo a la bebida, al juego, a las fiestas y a la cháchara interminable trufada de chanzas, invectivas y maledicencia.

Para mostrar esa feria de las vanidades, esa desvergonzada exhibición de cinismo, vacuidad y desprecio por la dignidad humana Miguel del Arco cuenta con un equipo artístico de excepción, empezando por Eduardo Moreno que firma una sencilla y versátil escenografía y terminando Arnau Vila autor de una espléndida y desenfadada ambientación musical que afianza el ambiente lúdico y de desenfreno con el que tratan de ahogar sus penas los personajes mientras parodia de manera inmisericorde toda una generación de horripilantes “canciones del verano”. Papel aparte juega -nunca mejor dicho- el trabajo de los actores, que se entregan con pasión y energía desbordante al sutil juego de las apariencias que les propone del Arco. Y a fe que trasmiten, desde una arriesgada disposición central de la escena, y en un verdadero têt a têt con el público que los circunda, la vehemente defensa de sus ideas, la pulsión irreprimible del deseo, el sarcasmo, la ira, el desprecio y todo un variadísimo repertorio de sentimientos y de emociones excitadas por un clima de libertad sin trabas y por el calor sofocante del verano. El de Varia es quizá el papel más destacado y difícil de la obra, el de una mujer inestable y un tanto perdida, varada entre la angustia y el desconcierto que Bárbara Lenny resuelve con gran acierto. Omnipresente en escena en su rol de anfitriona, concita en torno a sí todos los conflictos que atenazan al resto de personajes: los desahogos y el histerismo de Mirian (Miriam Montilla), su criada y compañera; las extravagancias de su neurótica cuñada Lidia (Lidia Otón); la falta de escrúpulos y intemperancia de su despótico marido (Israel Elejalde); las proposiciones indecorosas del engreido Cristóbal (Cristóbal Suárez); las consecuencias indeseadas del carácter impetuoso y alocado de su hermano Miquel (Miquel Fernández) o el patético comportamiento de quien había sido su héroe de juventud, el famoso novelista Shamilov/Ernesto (Ernesto Arias), que hace un trabajo memorable para dar vida a este paternalista y desencantado escritor que ha perdido la fe en sí mismo y en el lenguaje. Y todavía quedan actores no citados que hacen un trabajo espléndido también, el de la pareja formada por Elisabet Gelabert y Raúl Prieto, amigos de la familia, un matrimonio lo que se dice “bien avenido” que no deja de martirizarse durante toda la obra, él con su comportamiento atrabiliario y violento y ella con su actitud provocadora y desvergonzada y en fin, last but no least, una Manuela Paso en estado de gracia particularmente convincente en su exhibición de una pureza de espíritu, una altura de miras y una superioridad moral que están muy lejos de confirmarse cuando se somete convenientemente a prueba.

Planteando temas de ayer y de hoy, con un ritmo frenético y una tensión e intensidad dramáticas que no decaen durante las más de dos horas y media que dura el espectáculo, con escenas hilarantes y otras de una crudeza y de una crueldad aterradoras, todas ellas magistralmente resueltas, este espectáculo brioso y exuberante de Miguel del Arco nos reconcilia con el teatro y con la profesión actoral, base y fundamento de esta hermosa actividad tan antigua como necesaria. Nadie debería perdérselo.

Gordon Craig.

Teatro de la Abadía. Veraneantes.

martes, febrero 17, 2009

TEATRO. Días mejores. "Escombros".

De Richard Dresser.
Con: Ernesto Arias, Irene Escolar, Lino Ferreira, Ana Otero, Tomás Pozzi y Marc Rodríguez.
Dirección: Alex Rigola.
Madrid. Teatro de la Abadía.



La oportunidad de un montaje, es decir, el que exista un cierto grado de adecuación entre la problemática que plantea y las hipotéticas demandas del público al que se dirige proporciona siempre un plus de aceptabilidad, facilita, digamos, su recepción, pero nunca es una absoluta garantía de éxito. Ahora que atravesamos una profunda crisis económica cuyo alcance nadie se atreve a prever y cuando el paro acecha por doquier sumiendo a los sectores más desfavorecidos y vulnerables de la población en la miseria y el desconcierto, cabría esperar que esta historia turbia y descorazonadora de un grupo desempleados de la pequeña localidad de Lowell, Massachussets, luchando desesperadamente por sobrevivir en una situación próxima a la indigencia, conectase automáticamente con los espectadores, y sin embargo nos tememos que esa conexión no se produce en la medida esperada, como si por alguna razón que se nos escapa se cortocicuitase el mecanismo de la identificación.

Y no puede achacarse la responsabilidad a los actores, que por lo general hacen un trabajo meritorio, notable, incluso, por ejemplo, el desesperado vendedor de productos de limpieza a domicilio Phil (Ernesto Arias), la alelada y bonachona camarera de café de barrio Faye (Ana Otero), o el repulsivo, chulesco y esperpéntico mafioso Bill (Tomás Pozzi); ni a la versión de García May, ágil, viva, que recrea por igual, parodiándolas, la jerga anodina y simplona de unos personajes semianalfabetos, la retórica canalla del mundo del hampa o la verborrea del charlatán Phil. No, quizá es la obra misma, la historia que cuenta, la que no resulta demasiado creíble, al constituirse con una mezcla de elementos demasiado heterogéneos y que no siempre se justifican dramáticamente.

Es como si el autor respondiera al apocalipsis con el caos, con el barullo, en un totum revolutum, donde todo vale, desde el frenesí sexual de la obsesa Crystal hasta la presencia extemporánea de recursos del teatro del absurdo -como el orificio en la pared, imposible de suturar o el horno sin fondo en el que se introduce contoneándose impúdicamente la buena de Faye-, por no mencionar el socorrido tópico del pirado que “tiene visiones”, que “ha oído voces” de procedencia misteriosa induciéndole a formar una secta, una “Iglesia de la Divina Garantía” sumando adeptos con cuyo concurso y ayuda poder escapar de la debacle, salir de ese montón de escombros en que se han convertido sus vidas perdida para siempre la perspectiva de futuro que les proporcionaba la seguridad de una jornada continua de ocho horas en un trabajo asalariado.

Divertida a ratos, aburrida otros, sólo el buen hacer de los intérpretes, como ya he dicho, y el recurso permanente a la parodia que a veces logra funcionar dándonos un respiro y facilitando la carcajada, salvan a duras penas este espectáculo, cuyas pretensiones de denuncia de una realidad social tan cruda como delirante son perfectamente legítimas, pero cuya articulación dramatúrgica deja mucho que desear.

Gordon Craig.

Teatro de la Abadía. Días Mejores.

viernes, abril 20, 2007

TEATRO. La ilusión. "Cuéntame algo verdadero".


De Pierre Corneille / Tony Kushner.
Con: Mario Vedoya, Jorge Gourpegui, Jesús Barranco, Ernesto Arias, Rebeca Valls, Lidia Otón, Daniel Moreno y Luis Moreno.
Dirección: Carlos Aladro.
Madrid. Teatro de la Abadía.



“Cuéntame algo verdadero”, le espeta con un cierto tono displicente Isabela a Clindor cuando éste pretende embaucarla mediante el relato de fabulosas aventuras, a lo que Clindor replica endosándole otro cuento no menos inverosímil que el anterior, pero que Isabela acepta como verdadero sin rechistar rindiéndose a sus pretensiones de ferviente enamorado porque es precisamente lo que ella quería oír. Esta breve anécdota resume en su escueta y desnuda verdad los motivos que impulsan al anciano abogado Pridamante a interesarse por el paradero y peripecias de su hijo, que abandonó hace mucho tiempo el hogar por desavenencias familiares, y del que, desde entonces, no ha vuelto a tener noticias. Y es que, él también, como se demuestra cuando tiene que enfrentarse a las “visiones” de la vida de su vástago que le va proporcionando el hechicero Alcandro, acepta sólo los episodios en los que aquel se comporta de acuerdo a sus expectativas, aprobando su proceder cuando este coincide con sus deseos y reprobándolo cuando los contradice.

Pero más allá del conflicto -de raíz autobiográfica-, entre un padre intransigente y un hijo díscolo, imaginativo y trotamundos, que, probablemente, preocupaba a Corneille, (y que se reproduce en la severidad de Pléribo y Geronte con respecto a sus hijas Melibea e Isabela), la obra encierra una incisiva reflexión sobre el enorme poder de sugestión de la poesía y sobre la necesidad inherente a todo ser humano de refugiarse de vez en cuando, para que la existencia se haga tolerable, en los vastos universos de la fantasía y la imaginación que proporcionan las grandes creaciones de la literatura; creaciones, a las que Corneille somete a un curioso proceso de deconstrucción “avant la lettre”, a una suerte de parodia burlesca en la que los héroes y heroínas de leyenda nos muestra su cara más amable y desenfadada.

Y como no hay límites de espacio ni de tiempo para la fantasía, ni cortapisas a su libertad creadora, el espectáculo se convierte en una trepidante sucesión de embelecos, de trucos de magia, de personajes que mutan en otros personajes sin dejar de ser los mismos, de temporalidades superpuestas, adheridas al presente por la representación hiperrealista de un solar en obras –nada más habitual en nuestro entorno urbano-, y al pasado por la poderosa evocación de los restos de una barca desarbolada encallada en las dunas de una costa remota, que se nos antoja la isla encantada de Próspero. Engaños a la vista en los que el público mismo, víctima de las artes maléficas del mago Alandro, una mezcla de Ariel y Calibán, participa embelesado, hasta que el súbito disparo que acaba con la vida de Teógenes nos saca del encantamiento y nos vuelve, como a Pridamante, a la realidad, al hecho de que todo no había sido sino un sueño placentero, como protagonizar un auténtico cuento de hadas, y llegar, a la vez, a la conclusión un tanto descorazonadora de que precisamente a eso, a propiciar tales engaños -nada más, y nada menos-, se reduce la precaria y menesterosa condición del teatro.

En suma, una celebración de la teatralidad y del placer de contar historias; una fiesta entre galante y romántica y un virtuoso juego metateatral donde quedan abolidas las fronteras entre apariencia y realidad, todo ello servido por una brillante puesta en escena y por un espléndido trabajo de actuación y de dirección de actores. Si la cronología no lo desmintiera categóricamente estaríamos tentados de afirmar que Corneille no desconocía las fantásticas peripecias del noble caballero Alfonso Van Worden, protagonista de El manuscrito encontrado en Zaragoza. Aunque a buen seguro, no le eran ajenos ni el poder de simulación de los tunantes Chirinos y Chanfalla ni la “ciencia” del Estudiante de La cueva de Salamanca.

Gordon Craig.

Teatro de la Abadía. La ilusión.

viernes, noviembre 10, 2006

TEATRO. El portero. "La amenaza del otro".

De Harold Pinter.
Dirección: Carles Alfaro.
Con: Enric Benavent, Luis Bermejo y Ernesto Arias.
Madrid. Teatro de La Abadía.



Acaba de cumplirse un año de la concesión del Nobel de Literatura a Harold Pinter, y este espectáculo, producido por el Teatro de la Abadía, constituye un merecido homenaje al más importante dramaturgo inglés vivo y al más influyente, quizá, de la segunda mitad del siglo XX, y cuya obra, curiosamente, ha brillado por su ausencia en nuestras carteleras. Bienvenido sea, pues este montaje, riguroso y ejemplar, por cierto, de una de sus piezas largas más representativas.

El propio Pinter tiene dicho que le resulta difícil explicar qué pasa en sus obras y ello no es ninguna “boutade”, ni una salida de tono para acallar las típicas preguntas impertinentes de entrevistadores frívolos. Como de muchas de las más celebradas piezas del teatro del absurdo, de cuya poética sus obras son tributarias, no resulta exagerado decir que carecen de argumento, en el sentido convencional del término, aunque no dejen de plantear, como aquellas, situaciones conflictivas y desarrollar una verdadera acción dramática. La obra que comentamos, El portero, (o El cuidador, como han traducido algunos, The caretaker, en inglés original) no escapa a esta caracterización. Sin proporcionarnos apenas antecedentes de los personajes, el autor nos permite, por así decirlo, que nos asomemos a un momento de sus vidas, para, enseguida abandonarlos a su suerte sin que sepamos qué va a pasar después, qué camino van a tomar o en qué van a parar los deseos, inquietudes, o afanes de cada uno de ellos, a cuyo conocimiento hemos tenido acceso durante el breve lapso de tiempo que la obra desarrolla.

El desvalido y torturado Aston, su hermano Nick, desenvuelto y vividor pero no menos desequilibrado e imprevisible que él, y un anciano mendigo, Davies, acogido temporalmente por el primero, constituyen los únicos personajes de la obra. El lugar, un sórdido y destartalado apartamento atiborrado de enseres inútiles y que pareciera la guarida de uno de esos enfermos aquejados del extraño complejo de Diógenes; la lluvia inclemente que golpea contra la ventana y que acentúa la atmósfera de soledad e incomunicación en la que viven sus moradores, y una interminable cháchara, las más de las veces tópica, sobre asuntos de la más estricta cotidianidad. Tales son los mimbres con los que teje Pinter este drama insólito, inquietante, sobre la difícil tarea de vivir, sobre la desconfianza, sobre la amenaza que para nuestro menguado universo de certidumbres supone la presencia del otro, de los otros, y sobre la línea de defensa, hecha de palabras, de silencios, de insinuaciones y de medias verdades, que erigimos frente a esos otros, para intimidarlos, para someterlos a nuestra voluntad o simplemente para blindar nuestro estatus, nuestros pequeños privilegios, ínfimas prerrogativas, a veces, de una existencia anodina y vulgar.

Montaje sobrio, que nos retrotrae a la esencia del teatro de texto, servido con extremada maestría por el director y por los actores, que hacen gala de una extraordinaria madurez artística. Y monta tanto Ernesto Arias (Nick), como Enric Benavent (Davies), dando vida a un tipo extraño y un tanto chulesco, sin oficio ni beneficio, de carácter irascible y reacciones inesperadas, el primero, y a un pobre diablo, anciano, miserable y desconfiado, maltratado por la vida y que trata de mantenerse a flote mientras conserva un último reducto de dignidad, el segundo. Respecto a Luis Bermejo crea, con Aston, uno de los mejores personajes de su carrera: su movimiento, ademanes y gesticulación son los de un enfermo mental, una especie de autista incapaz de relacionarse con los demás, de coordinar sus ideas y de articular coherentemente sus pensamientos; de natural bondadoso, es una criatura frágil y vulnerable, víctima de sus obsesiones y presa fácil de la malevolencia y de los abusos de los demás personajes.

El resultado es un cuadro desolador, revela el vacío de unas vidas carentes de ambición y de un proyecto de futuro, el devenir inocuo de unos seres derrotados, que parecen haber renunciado a buscar algo que dé sentido a su existencia, y transmite una insoportable sensación de angustia y desasosiego.

Gordon Craig.

El portero. Teatro de la Abadía.

lunes, noviembre 14, 2005

TEATRO. Comedia sin título. "¿Se puede llevar la realidad al teatro?

De Federico García Lorca.
Con: Ernesto Arias, Alberto Jiménez, Chema Ruiz, Inma Nieto, Luis Moreno, Lucía Quintana, Diego Toucedo, Jorge Muriel, Fernando Sánchez-Cabezudo, Víctor Criado y David Boceta.
Dramaturgia y dirección: Luis Miguel Cintra.
Madrid. Teatro de la Abadía.


Esta obra inconclusa de Lorca se yergue como una vívida y trágica metáfora de su propia existencia truncada por la barbarie (una vida “antes de tiempo dada a los agudos filos de la muerte”); pero es también testimonio de su aguda conciencia social, reflejo de su inagotable numen poético y muestra de su preocupación permanente por indagar en la naturaleza misma del teatro a cuya renovación consagró sus mejores esfuerzos. Según sus exégetas, alcanzó a escribir apenas un acto de los tres proyectados, por lo que no podemos saber si el protagonista hubiera llegado a alcanzar su sueño de uncir la realidad al teatro, aunque nos tememos lo peor, ya que ese objetivo encierra una paradoja irresoluble. Dramatizar el intento ya es un mérito considerable.

Convencido como estaba el dramaturgo del potencial que encerraba el teatro como palanca de transformación social, el personaje principal de esta obra, el Autor, propugna desenmascarar el artificio de este arte milenario, su mentira, para dar entrada en la obra a la realidad más hiriente: a la brutalidad y al dolor, a la pobreza y a la injusticia, a la Revolución; en la creencia de que así podrá despertar la conciencia aletargada de los espectadores viciados por la práctica generalizada del drama burgués. Pero el teatro tiene sus propias convenciones, las convenciones de toda representación, la tramoya, los disfraces, los personajes, la exigencia misma de los ensayos, el público, ... entes que, a modo de personajes pirandelianos, en el devenir de los acontecimientos sobre el escenario se rebelan contra el Autor, le exigen sus derechos y terminan por imponerle su ley.

La línea principal de conflicto ínsita en el texto lorquiano, la lucha del Autor con los elementos ficticios de la teatralidad, se enriquece potenciando la figura de El joven/Director/Mago que se convierte en una especie de alter ego del Autor, en núcleo irreductible de su conciencia artística, que se suma a la facción antagonista con la que nuestro animoso cruzado entra en fiera y desigual batalla, no siendo la menor de las escaramuzas, la que libra con su amante Actriz -símbolo del teatro-, a quien acusa de inconstante y de falsaria porque “sólo -dice-, repite palabras aprendidas”.

Drama, pues, conceptual, de personajes-símbolo, que niega la realidad que pretende inútilmente capturar, drama del creador, del artista, que como un rey Midas redivivo transmuta en entes de ficción todo lo que toca sin que pueda hacer nada por remediarlo. Y así son todos los personajes que aparecen en escena, fantasmas, obsesiones, figuras de pesadilla a las que conviene, por cierto, la atmósfera onírica, desrrealizada, de luz espectral y de geometría imposible que ha creado para ellas la escenógrafa, acorde con el contenido y con la estética surrealista presente en numerosas expresiones de la fértil imaginería lorquiana. Lúcida, asimismo, la mirada de Luis Miguel Cintra, que atina a desvelarnos las sutilezas y la complejidad del universo del dramaturgo granadino, su sensibilidad exquisita, su creatividad desbordante, su fe inquebrantable en el arte y sus más negras premoniciones; secundado por un espléndido trabajo de los actores su diestra batuta ordena la complejidad y convoca al escenario de la sala de la Abadía a los espectros de las innumerables figuras del teatro que alguna vez, en abigarrado torbellino, poblaron la atribulada imaginación del poeta.

Gordon Craig.

Comedia sin título. Teatro de la Abadía.