Versión y dirección de Ernesto
Caballero.
Con: José Luis Alcobendas,
Diana Bernedo, Lola Casamayor, Israel Elejalde, Karina Garantivá, Miranda Gas,
Alberto Jiménez, Jorge Machín, Toni Márquez, Paco Ochoa, Belén Ponce de León y
Vanessa Vega.
Escenografía: José Luis
Raymond.
Madrid. Teatro María
Guerrero.
No me resisto a citar en su literalidad estas palabras con las que el padre
de Pepe Rey anima su hijo a que viaje a Orbajosa, su ciudad natal, a
encontrarse con su prima Rosarito. Amén de constituir una espléndida muestra de
fina ironía, ornato de la prosa galdosiana y uno de los mayores alicientes para
su lectura, sintetizan espléndidamente el tono, no por desenfadado menos
hiriente con el que Galdós fustiga la hipocresía y el fanatismo de los
orbajonenses, y por extensión, la de quienes poblaban aquella España caciquil
de “cerrado y sacristía” posterior al trienio liberal.
En efecto, movido por el doble propósito de hacer un estudio
de las cuencas mineras del lugar y por el de conocer, y en su caso, desposar a
su prima, el joven ingeniero Pepe Rey arriba a la pequeña ciudad de provincias
en que se desarrolla la obra y tras cuya rústica e idílica apariencia va a
encontrar un impenetrable muro de incomprensión fruto de la ignorancia, del
oscurantismo, de la intolerancia y, por qué no decirlo, de la malicia, incluso,
de sus más allegados. El conflicto de Pepe Rey (que de algún modo representa el
espíritu regeneracionista del propio Galdós) con Don Inocencio el
penitenciario, con Don Cayetano, el cronista de las glorias locales, con
Jacintito y con su tía, Doña Perfecta, simboliza en realidad el conflicto
secular de las dos Españas, la carlista y la liberal, la España inmovilista y
apegada a las creencias y a la tradición y la España ilustrada, abierta a las
nuevas ideas y al progreso.
Cabe
decir que, básicamente, la dramaturgia de Ernesto Caballero refleja los
términos esenciales de ese conflicto desbrozando episodios menores y
aprovechándose de la profusión de diálogos con los que cuenta la novela. Apenas
si chirría un tanto el desarrollo temporal de la acción, pensado obviamente
para una trama novelesca. Por lo demás, la ambientación y el especio escénico
siempre sencillo e imaginativo de José Luis Raymond, suplen con eficiencia las
descripciones escasas, aunque pormenorizadas del original. Hay quizá algunos
detalles en el uso del vestuario que, a nuestro entender, no resultan demasiado
convincentes; en primer término, el atuendo informal -playeras incluidas- con
el que entra en escena Pepe Rey le da un aire adolescente que no casa bien con
el hombre hecho y derecho que realmente es; asimismo resulta demasiado
efectista el cambio de vestuario de Doña Perfecta y del Canónigo en el último
acto, ella de traje largo, de estameña y color casi penitencial, y él con
vestiduras talares, como si el resto del tiempo hubieran estado “disfrazando”
sus verdaderas ideas y sentimientos y ahora, al final, necesitasen una
envoltura externa “ritual” más acorde con su actitud de reafirmación en un
ideario cerril y trasnochado.
Hay
una cierta indefinición en la construcción del personaje de la infeliz Rosarito
(Karina Garantivá) quizá debido a la dramaturgia. (Hecho de menos parte del
primer encuentro de los primos a solas, en el jardín, donde queda explicitada
la atracción que sienten el uno por el otro, que explica su comportamiento
ulterior). Tan rápido el “flash” de su encierro que casi no nos percatamos de
la situación y de los extremos de locura a la que está llegando, sometida al
ordeno y mando de Doña Perfecta. El trabajo del resto de los actores es
solvente, correcto en los papeles secundarios y sin exceso de brillo en los
principales. El personaje más conseguido es quizá el de Doña Perfecta (Lola
Casamayor), tras su mansedumbre y su hipócrita condescendencia se esconde una
mujer obstinada, malévola y manipuladora incapaz de controlar sus arranques
temperamentales. Israel Elejalde incorpora a un franco, irónico y un tanto
displicente Pepe Rey aunque a veces deja entrever un exceso de pasotismo; su
evolución y reacciones ante la operación de acoso y derribo a que le someten
sus detractores no están del todo moduladas. José Luis Alcobendas proporciona a
Don Cayetano un punto de locura -dentro de su natural pacífico y de su
cortesía- que lo emparenta con nuestro insigne hidalgo de la Mancha. Alberto
Jiménez, en fin, hace del taimado y condescendiente Don Inocencio un ser
grotesco y demasiado próximo a la caricatura.
Decíamos
aquí no hace mucho con ocasión del comentario del montaje de El Inspector,
de Gógol, (obra, por cierto, con la que esta guarda no pocas coincidencias) que
Gerardo Vera quería despedirse del Centro Dramático Nacional con un baño de
multitudes. Pues bien, parece que Ernesto Caballero ha optado iniciar su
andadura en esta venerable sede de la calle Tamayo y Baus de la misma manera.
Esperemos que el tiempo nos traiga algo más de riesgo y de innovación, de la
que no andamos muy sobrados.
Gordon
Craig.
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