martes, enero 09, 2018

TEATRO. La autora de las Meninas. "Ecce ancilla Domini".


Autor: Ernesto Caballero.
Con: Mireia Aixalá, Carmen Machi y Francisco Reyes.
Escenografía e ilumninación: Paco Azorín.
Espacio sonoro: Luis Miguel Cobo.
Dirección: Ernesto Caballero.
Madrid. Teatro Valle-Inclán. Hasta el 28 de enero de 2018.


Aparte de por sus buenos vinos, la comarca del Campo de Borja, en el bajo Aragón, era apenas conocida hasta que en el verano de 2012 saltó a las primeras páginas de los periódicos. Cecilia Jiménez, una bienintencionada anciana del lugar había decidido restaurar por su cuenta una pequeña pintura mural de la iglesia del santuario de la Misericordia de la localidad zaragozana. La efigie “retocada” del “Ecce Homo” fue trending topic durante semanas en Twitter y dio la vuelta al mundo junto a los comentarios más crueles y ofensivos y a las campanudas declaraciones del concejal de cultura del consistorio.


Ignoro si alguna vez hubo mojas de clausura en el santuario de Borja, pero la intrépida protagonista de la fábula de hondo calado que ha ideado Ernesto Caballero, inspirado a buen seguro en este chusco episodio, muy bien pudiera haber pertenecido, de existir, a dicha congregación. De hecho, el autor del texto no necesita tomarse muchas molestias para conferirle verosimilitud al personaje. Cuando Carmen Machi, con su hábito y toca impolutos, su pícara sonrisa y su carita de no haber roto un plato en su vida aparece en escena y se presenta como Sor Ángela, la monja pintora, inmediatamente la relacionamos con la cándida anciana de Borja y su figura frágil y menuda, que despierta en nosotros una cálida corriente de simpatía y afecto y nos predispone de inmediato a acompañarla en su aventura en el Museo del Prado, por muy pintoresca o disparatada que sea su peripecia, como ya hiciera Sancho Panza a lomos de Clavileño para no dejar solo en su quimérico periplo al simpar caballero de la Triste Figura.


Escritor de singularísima inspiración, verbo fácil y vasta cultura literaria, muestra aquí, de nuevo, Ernesto Caballero, la veta más social de su teatro, su extraordinaria capacidad para comprender el mundo en torno y poner en solfa algunos de los tópicos más conspicuos del momento. Si en Un busto al cuerpo (1999) -también con Carmen Machi, por cierto, su actriz fetiche-, trataba de hincarle el diente a la obsesión por la imagen corporal, o en Maniquís (2008) desplegaba su fina ironía para fustigar nuestras veleidades consumistas, en esta ocasión le toca el turno al universo del arte y del artista en el contexto del nuevo papel asignado a la cultura por la nomenclatura de los partidos representantes de una supuesta “nueva política”.


Calificada por él mismo de “fábula distópica” Ernesto Caballero desplaza la acción al año dos mil treinta y tantos. Ostenta el poder en España un partido de nueva creación denominado “Puebloenpié”. La situación económica es calamitosa y en las altas esferas del Ministerio de Participación, Integración y Estudios de Género (antes Ministerio de Cultura) han decidido vender el original del cuadro de Las Meninas a un país árabe para sufragar el déficit. Así que la nueva directora del museo encarga a Sor Ángela una copia que sustituya el original en las salas del Prado.


Sor Ángela, y Alicia, la directora, ostentan posturas antitéticas sobre el lugar que ocupa la expresión artística en la época contemporánea y ese antagonismo da lugar a enjundiosas, a la vez que divertidas digresiones sobre el particular. Halagada en su vanidad por Alicia, quien la convence de la calidad insuperable de su trabajo como copista y por los comentarios laudatorios del vigilante nocturno, descubre con sorpresa y consternación como está empezando a crecer en su interior su ego de artista. La condición de religiosa de sor Ángela confiere a esta trasformación peculiaridades particularmente pintorescas y dan lugar a cuadros de una comicidad desbordante, servidos por el trabajo de una portentosa Carmen Machi cuyos recursos para la comicidad parecen inagotables. Es de ver cómo su creciente delirio narcisista y la perspectiva de una notoriedad con la que nunca había soñado rivalizan con sus votos de humildad y pobreza. Lleva a cabo, asimismo, un virtuoso ejercicio de ambigüedad para enmascarar con evasivas y subterfugios el verdadero sentido del poderoso influjo que ejerce sobre ella Adrián, el seductor y atractivo estudiante de Humanidades que trabaja en el museo como vigilante nocturno, y que no es otro que una irresistible atracción física que amenaza con destruir su virtud más preciada: la castidad.


No voy a desvelar los derroteros que desde este momento sigue el atribulado espíritu de sor Ángela. Baste decir que presa de una febril exaltación por su personalidad de artista recién descubierta, llega a confundir la obsequiosidad extrema de Adrian y sus miradas insinuantes con añagazas del Maligno para apartarla del camino de la virtud y entra en una suerte de éxtasis místico que culmina en un trance dadaísta que está a punto de dar al traste con la alta misión que le había sido encomendada.


De Carmen Machi ya hemos dicho que está realmente soberbia en un papel que parece hecho a su medida. Pero no le van a la zaga Mireia Aixala, como Alicia, una entusiasta servidora pública en pleno uso y disfrute del cargo recién estrenado, fiel servidora del nuevo credo neomarxista de la izquierda posmoderna. Francisco Reyes hace asimismo un magnífico trabajo como Adrián: un joven apuesto de trato exquisito, cortés, educado, de verbo fluido y hablar mesurado. En sus ademanes estudiados, su mirada inquisitiva, y el ritmo lento sinuoso de su fraseo, que suena como la música de un encantador de serpientes, hay algo de mefistofélico que encandila a nuestra casta monja copista y despierta en ella, una alegría y una voluptuosidad desconocidas.

Espléndido trabajo de conjunto, en fin, que ofrece numerosas oportunidades para el disfrute. Pero no querría dejar de añadir, que junto a algunas escenas particularmente impactantes a las que ya hemos aludido de manera indirecta, cuando de verdad el público entra en efervescencia es en aquellas ocasiones en que aflora la sátira al poder político. Y es que los aficionados al teatro y creo que la ciudadanía en general está un poco huérfana, necesitada, de que las tablas de este viejo tinglado de la farsa reflejen el esperpento en que se ha convertido últimamente la vida pública en este viejo solar patrio.


Gordon Craig.

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