martes, octubre 06, 2015

TEATRO. Reikiavik."Un muchacho en primera fila".

De Juan Mayorga.
Con: Daniel Albaladejo, Elena Rayos y César Sarachu.
Escenografía y vestuario, Alejandro Andújar.
Iluminación: Juan Gómez-Cornejo.
Dirección: Juan Mayorga.
Madrid. Teatro Valle-Inclán. Sala Francisco Nieva.


Como dice mi admirado Javier Villán el teatro de Mayorga nace de la confluencia de una mirada al presente y de otra a la Historia como agente de transformación. Y la obra que comentamos, Reikiavik, recién estrenada en el Teatro Valle-Inclán (sala Francisco Nieva) corrobora cien por cien esta afirmación. En ella, un muchacho -que muy bien pudiera haber salido de las aulas del instituto de El chico de la última fila-, aficionado al ajedrez, asiste desde un lugar preferente a la recreación que, dos alucinados y misteriosos personajes que se reúnen habitualmente a jugar al ajedrez en una mesa del parque, hacen de la llamada “partida del siglo”, el duelo que tuvo lugar durante casi dos meses en la ciudad islandesa de Reikiavik en el verano de 1972 entre el por entonces campeón del mundo, el soviético Boris Spasski y el aspirante, el norteamericano de origen judío Bobby Fischer. En esta recreación, habida cuenta de la inusual expectación que se creó en torno a la partida, dada la rivalidad existente entre las dos grandes potencias en plena guerra fría, afloran cuestiones relacionadas con las peculiaridades de los respectivos regímenes, el liberal capitalista de los USA y el soviético de la URSS, y se muestra cómo, efectivamente los jugadores sufren toda la presión de unos gobiernos que tratan de usarlos como arma propagandística en el tablero geopolítico.

De modo que hay varios escenarios superpuestos en esta obra polifónica de Mayorga: el geopolítico, el de la sala de congresos donde se celebra el campeonato, el personal, esto es, el de los jugadores recluidos en sus aposentos o rodeados de sus más estrechos colaboradores y el más modesto y consuetudinario de ese rincón del parque donde Waterloo y Bailén juegan a representar la vida de otros, a emular a sus héroes, quizá para escapar a una existencia anodina y vacua, de la que casualmente a penas se dan pistas en la obra, probablemente porque lo importante no sea su existencia individual ni su condición de perdedores, sino el juego mismo. Y no me refiero al ajedrez -aunque este milenario juego pudiera muy bien constituir, con sus dos únicos contendientes enfrentados a un lado y otro del tablero, la quintaesencia del conflicto dramático-, me refiero al juego teatral, a esa prodigiosa invención humana diseñada para convertirse, como dice el propio Mayorga, en el doble del mundo, en el espejo de aumento en el que mirarnos para mejor observar nuestras taras o nuestras virtudes, nuestros aciertos y nuestros errores, nuestros prejuicios o nuestra menguada claridad de juicio.

Sirviéndose de recursos técnicos que ya ha empleado otras veces en sus obras, como el solapamiento de planos o lugares del desarrollo de la acción sin solución de continuidad entre uno y otro, como en la ya citada El chico de la última fila; o como el “desdoblamiento” de los personajes, en algunas escenas de Cartas de amor a Stalin (Bulgakova: - "Te puedo ayudar a escribir esas cartas intentando imaginar como reaccionaría Stalin”), Mayorga lleva al extremo esta disociación o desdoblamiento de personajes haciendo no sólo que Waterloo y Bailén interpreten alternativamente y sin transiciones a Spasski y a Fischer, sino que se multipliquen en una miríada de personajes que van desde Kissinger al fantasma de Stalin, pasando por los asesores, guardaespaldas, novias, amantes, padres y madres de los contendientes, hasta miembros del Soviet Supremo, en un trepidante carrusel de intervenciones que llega a absorber por completo la atención del espectador, aturdido literalmente bajo un diluvio de alusiones, datos numéricos y citas -típicas también de la factoría Mayorga- que estimulan su imaginación hasta impregnarle de la tensión creciente que soportan los contendientes y contaminarle de su irrefrenable pasión por el juego. El ritmo, trepidante, no me cansaré de decirlo es esencial. Mayorga, que también dirige con gran acierto el montaje, modula el tiempo a su antojo dilatando el instante en el que se efectúa un simple movimiento de caballo o saltando abruptamente del aeropuerto al hotel, del presente al pasado y viceversa o de una a otra de una serie de partidas, para luego volver a congelarlo en una evocación de la niñez, en la angustia ante un nuevo movimiento o en la sosegada contemplación de la apacible superficie del lago.

La ruina del teatro sólo deja en pié unas acciones interpretadas ante un público” había escrito el autor en un lúcido artículo de 1994 y esa parece ser la máxima que guía la puesta en escena. Unas tenues pinceladas sonoras, una mesa de ajedrez como la que hay en muchos parques en nuestras ciudades y una escenografía sintética, abstracta, de imágenes proyectadas sobre una pantalla: apenas unos números con el tanteo, planos de planta del hotel o esbozos de dibujos que sugieren el desangelado y espectral paisaje de Islandia. El resto se fía al prodigioso poder evocador de la palabra y a las acciones en las que se sustenta, obra de un portentoso trabajo de transformismo de los actores, de los tres, aunque obviamente Daniel Albaladejo y César Sarachu tienen mayores oportunidades de lucimiento. Como ha quedado dicho, ambos, Bailén y Waterloo alternan para representar indistintamente a los dos ajedrecistas, aunque todos asociamos al primero con la imagen del afable y condescendiente Boris Spasski de expresión y porte einsisteinianos y al segundo, desgarbado, inquieto, de ademanes nerviosos y tocado con la inseparable gorra de béisbol con la imagen del Fischer maduro. Sus actitudes y comportamiento en escena delatan al excéntrico y genial jugador y reflejan el carácter obsesivo y paranoico que atribuyen las crónicas al niño prodigio que arrebataría el trono del ajedrez mundial a los soviéticos.

Gordon Craig.

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