De Anton Chéjov. Adaptación de Ángel Gutiérrez.
Con:
Marta Belaustegui, Alicia Cabrera, Juan Ceacero, José Luis Checa,
Jesús del Caso, Francisco Ferrer, Germán Estebas, Jesús García Salgado,
Kessy Harmsen, David Izura, Cristina Martínez, Laura Martínez, Lorena
Neumann y José Rubio.
Teatro Chéjov. Dirección: Ángel Gutiérrez.
Madrid. Teatro Valle-Inclán.
La obra comienza -y casi podríamos decir que termina- con el regreso
de la señora Liubov Andréievna Ranésvskaya a su querida mansión en el
campo. Sus asuntos se ha llevado tan mal durante su ausencia de más de
cinco años en Francia, que ahora no queda otro remedio que subastar la
finca familiar para pagar a los acreedores. Lopajin, un adinerado hombre
de negocios local, descendiente, por más señas, de una familia de
siervos de la casa, le ofrece una posibilidad de salvar la hacienda:
vender el terreno que ahora ocupa el huerto de cerezos por parcelas y
hacer casas para alquilar a posibles veraneantes, a lo que la señora
Ranévskaya se niega tajantemente aduciendo razones de índole
sentimental. Así que no queda más que esperar a la resolución de la
subasta.
La obra dramatiza por así decirlo ese impasse, ese par de semanas de
vida disipada, de fiestas, de excursiones campestres, que transcurren
entre la llegada de la señora y de su hija Ania y la partida definitiva
de toda la familia y de su corte de admiradores y amigos, dejando la
casa clausurada mientras a lo lejos se oye el ruido sordo del hacha
talar los cerezos. Tiempo suficiente, empero, para mostrarnos un friso
completo de una forma de vida señorial, de grandes terratenientes
diletantes y ociosos preocupados únicamente por distraerse y disfrutar
de unos privilegios y de una posición heredados mientras dilapidan su
fortuna en saraos y fruslerías, sin darse cuenta de la profunda
transformación social que ya está en marcha y que terminará por barrer a
todos los miembros de su clase de la faz de la tierra. En ese sentido
la pieza tiene un cierto carácter profético y representa un mundo que
agoniza, el de señores y siervos y un mundo nuevo representado por Ania y
por Petia.
Obra de madurez de Chejov, que fue un profundo renovador del teatro
ruso y europeo de finales del siglo XIX, escrita pausada y
meticulosamente durante más de tres años en los pocos momentos de asueto
que le dejaban su achaques, es de una complejidad extraordinaria. Baste
recordar para dar una idea de esa complejidad la polémica surgida entre
el autor y Nemiróvich-Dánchenko director a la sazón del Teatro del Arte
de Moscú, donde habría de estrenarse la obra en 1904. Para el primero El jardín de los cerezos
debía de tratarse como una comedia ligera, para el segundo y para el
propio Stanislavski, miembro destacado de la compañía y para quien
Chejov había reservado el papel de Lopajín, debía de representarse como
una drama serio de la vida rusa de la época.
El acierto de Ángel Gutiérrez, traductor, adaptador y director del
montaje está precisamente en haber mantenido esa ambivalencia de la obra
y combinar la seriedad y el dramatismo de muchas situaciones, su
vertiente social, que la tiene, con su carácter vodevilesco, por
ejemplo, en los devaneos de la casquivana Duniasha (Alicia Cabrera), en
el tono festivo y desenfadado de muchas escenas o en el talante
bufonesco con el que se desenvuelven muchos de los personajes, empezando
por la prosopopeya del engreído aristócrata Leonid Andréievich Gayev
(espléndido Germán Estebas) y terminando por el torpe y atolondrado
Epijodov (Juan Ceacero). Salvados algunos elementos un tanto kitch de la
escenografía, que corre a cargo también de Ángel Gutiérrez, con cerezos
postizos, montículos de césped artificial, lapidas y cruces de quita y
pon o cortinas y doseles de guardarropía, cabe atribuirle el mérito de
haber creado un ambiente que refleja muy bien esa atmósfera decadente,
ese “grandeur” trasnochado y caduco propio de la alta sociedad de su
tiempo y, desde luego, ese tono de honda tristeza y melancolía tan
chejoviano que impregna a los personajes y que se hace particularmente
intenso en algunos momentos como en el recuerdo del hijo ahogado o en la
súbita visión de la madre al final del sendero. El movimiento escénico,
calculado al milímetro, en un espacio de gran profundidad, con
múltiples planos en los que se desarrollan acciones simultáneas es otro
de sus hallazgos, como lo es también la pericia con la que administra
los climax y los “duetos”, si se me permite llamarlos así, escenas para
dos únicos personajes en las que se revelan aspectos cruciales de su
psicología, como el entrañable vis a vis Ania y Varia, del primer acto, o
la escena de Varia (Laura Martínez) con el irresoluto Lopajin del final
del cuarto acto, cuando éste apremiado por Liubov y por los
preparativos para la partida intenta sin éxito declararse a la joven;
una escena espléndida que pone a prueba el talento de Jesús García
Salgado para la caricatura. Por cierto, en la construcción de su
personaje, un hombre pundonoroso y bueno pero que nos exaspera por el
ascendiente que todavía siguen ejerciendo sobre él estos aristócratas de
pacotilla, parece haber seguido al pie de la letra las instrucciones
que daba el propio Chejov en una carta a Nemiróvich-Dánchenko del 2 de
noviembre de 2003: “camina agitando los brazos, a zancadas y piensa
mientras camina; no lleva el pelo corto, por eso a menudo hace un
movimiento con la cabeza para apartárselo; al reflexionar se acaricia la
barba a contrapelo ...”
Un elenco, en fin, entusiasta y bien compenetrado, que completan
entre otros Lorena Neumann en una jovencísima, efusiva y vehemente Ania;
Francisco Ferrer en el viejo parásito achacoso y bonachón
Simeónov-Pischik; Kessy Harmsen en el papel del displicente buscavidas
(y perrito faldero de Liubov) Yasha; José Rubio en el eterno estudiante
Trofimov cuya figura enclenque con su libro al cinto y su mirada de
visionario es una curiosa metáfora del futuro revolucionario. Marta
Belaustegui, por último, hace un aquilatado y poliédrico trabajo como la
señora Andréievna Ranésvskaya: cariñosa, afable, desprendida, padece
una suerte de apego enfermizo a los recuerdos de su infancia
materializados en el jardín de los cerezos, adolece de una mezcla de
inmadurez y de sentimiento de culpa; presa de una suerte de inconsciente
frivolidad está incapacitada para ver la cruda realidad de la ruina de
la familia y de su incierto futuro.
Gordon Craig.
El jardín de los cerezos. CDN.
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