De J. W. Goethe.
Con: Manuel Castillo, Víctor Clavijo, Roberto
Enríquez, Alberto Frías, Emilio Gavira, Aarón Lobato, Rubén Mascato,
Pablo Rivero, Marina Salas y Ana Wagener.
Escenografía: Sven Jonke.
Versión: Livija Pandur, Tomaz Pandur y Lada Kastelan.
Dirección: Tomaz Pandur.
Madrid, Teatro Valle-Inclán.
Es El Fausto de Goethe crisol y culminación de una vasta
profusión de leyendas de diversas tradiciones literarias que hunden sus
raíces en los textos bíblicos y clásicos y que plantea, según opinión de
Schiller, el drama profundo de la naturaleza del hombre en su malogrado
intento de aunar sus ansias de absoluto con sus limitaciones físicas,
de conciliar, en suma, sus dos “naturalezas”, la divina y la humana. A
Goethe le obsesionó durante muchos años la creación de esta obra a la
que dedicó no pocos esfuerzos, desde su primera formulación en una
especie de “protofausto” (Urfaust), hasta su sistematización definitiva en forma de drama simbólico de una complejidad sin parangón en la dramaturgia occidental.
Acometer el montaje de esta obra constituye por ello un desafío en
toda regla para cualquier director teatral, incluso para Tomaz Pandur,
que no se arredró ni ante el mismísimo Infierno de Dante
(espléndido trabajo, por cierto, a juzgar por la crítica y por
testimonios de primera mano, visto en Madrid en el Festival de Otoño en
2005 y que no tuve oportunidad de presenciar). Un desafío al que los
grandes creadores no pueden sustraerse de todos modos, quizá porque late
en ellos el mismo anhelo profundo del doctor Fausto de “aprehender la Naturaleza infinita”
y la misma frustración ante la imposibilidad de ver satisfecho ese
deseo. Pero no sigamos con este paralelismo que nos llevaría a pensar
que también esos creadores, y en particular Tomaz Pandur, responsable
del sorprendente montaje que comentamos, han establecido algún pacto con
el Diablo en busca de ayuda para satisfacer sus deseos. No nos
atrevemos a tanto, aunque cabe conjeturar que el director esloveno se ha
encomendado a algún genio tutelar que ha velado por la feliz conclusión
de un tan aventurado proyecto.
Releyendo el texto de Goethe puede valorarse en su justo término no
sólo la drástica síntesis del contenido argumental de la obra a la que
el director ha procedido, sino también su personalísima orientación en
cuanto al tono de la misma. Ha incorporando a su puesta en escena solo
aquellos fragmentos de la obra que considera esenciales (y que pudieran
abordarse en el lapso de tres horas, que es la duración del espectáculo)
y ha trocado la solemnidad y el tono épico de muchas escenas por el
desenfado, el sarcasmo y la más acerba parodia, que llegan a su
culminación, por ejemplo, en la escena VIII del acto único de la primera
parte, escena del encuentro de Fausto con Margarita, (“Bienvenida seas dulce penumbra, que este sagrario envuelves”,
etc., etc.), convertida como digo en una grotesca bufonada, donde una
sandia y alelada Margarita balbucea al dictado de su madre las
respuestas a los requiebros de viejo verde Fausto mientras un diletante
Mefistófeles pasea a su alrededor en bicicleta. Pero este es sólo un
ejemplo de los drásticos contrastes, del sincretismo de personajes, de
la superposición de elementos teatrales y metateatrales, del radical
desplazamiento de la acción de que se sirve Pandur con el propósito de
adaptar la pieza al “clima intelectual y emocional” (sic) de nuestra
propia época, y añado yo, a los principios de su poética escénica
caracterizada por la hibridación de diferentes medios expresivos
(verbales, sonoros plásticos y visuales) y por la complejidad de sus
elementos metafóricos.
A medio camino entre los misterios y las alegorizaciones medievales y
el autosacramental barroco, la obra de Goethe, pese a su complejidad, o
precisamente por ella, parece como pintiparada para un fabuloso creador
de imágenes como es Tomaz Pandur. Y es la dimensión visual del montaje,
el extraordinario potencial sugeridor de sus imágenes, en muchos casos
de una elocuencia aterradora, la que acapara sobre todo nuestra
atención. De hecho, los pasajes de mayor densidad filosófica en los que
Fausto muestran la eterna lucha del hombre por igualarse a los dioses,
el poder de seducción del mal, la ilusión de la felicidad o la
frustración perpetua de la imposibilidad de la trascendencia, se harían
difíciles de digerir si no fuera por la permanente apoyatura del
discurso en los elementos sonoros y visuales que los enmarcan
componiendo un todo unitario con las palabras del personaje, por ejemplo
ese monumental mural que atraviesa diagonalmente la escena y sobre el
que se proyectan signos y fórmulas cabalísticas y grabados y diagramas
de la geometría de los viejos tratados de astronomía del gabinete de
estudio del protagonista; o, no me resisto a citar, todo el fastuoso
juego de proyecciones del inicio de la segunda parte (acto IV del
original) en el que Fausto, en la cima de su poder, contempla a sus pies
la majestad y el poderío de una naturaleza exuberante de arriscadas
cumbres, enormes precipicios y nubes amenazadoras.
Sobrecogen realmente estas imágenes grandiosas, pero también otras de
resonancias litúrgicas o rituales (como la de la
crucifixión/descendimiento de Margarita sobre unas escaleras de tijera) o
terroríficas (como las de La noche de Walpurgis) y se abren
paso directamente a nuestra conciencia para pulsar nuestra fibra emotiva
o, en cualquier caso, para estimular los sedimentos de pasadas
experiencias (estéticas, intelectuales, vitales ...) propias allí
acumulados en capas superpuestas y a las que sólo es posible acceder por
la vía de los símbolos. Meritorio el trabajo de los actores, un elenco
disciplinado y sometido a un calculado movimiento escénico acorde con la
evolución de los elementos escenográficos. Y, en fin, puestos a
destacar a alguno cabría mencionar el portentoso trabajo de Ana Wagener,
madre de Margarita y de Valentín y a la vez esposa de Mefistófeles con
ese aire de señora bien, con el empaque, la picardía, el mal genio y la
belleza caduca de toda una Glenda Jackson.
Gordon Craig.
Tomaz Pandur. Fausto.
CDN. Fausto.
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