De Domingo Miras.
Con: Manu Báñez, Ramón Barea, Carmen Conesa, Nuria González, Mar del
Hoyo, Kike Inchausti, Fernándo Jiménez, Cristina Marcos, José Luis Martínez,
Daniel Muriel, Toño Pantaleón, Martiño Rivas y Ángel Ruiz.
Dirección: Juan Carlos Rubio.
Madrid. Teatro María Guerrero.
Escribe Juan Mayorga en “El dramaturgo como historiador” que el mejor
teatro histórico es el que abre el pasado, pues “lo importante -dice, en relación
a cómo inscribir el pasado en la obra teatral- no es lo que una determinada
época sabía de sí misma, sino lo que aquella época aún no podía saber sobre sí
y que sólo el tiempo ha revelado”. Esta certera afirmación sintetiza
admirablemente en nuestra opinión el propósito que debió impulsar a Domingo Miras a la adaptación de las aventuras del singular personaje protagonista de
la obra que comentamos, el de la rebelde y orgullosa Catalina de Erauso, que
insatisfecha con el rol social al que su condición femenina la condenaba
decidió hacerse pasar por hombre y abrazar el ejercicio de las armas,
anticipando, quizá sin saberlo, un deseo de equiparación con el varón en
derechos y libertades que sólo el tiempo ha venido a sancionar como una
ambición legítima y perfectamente realizable. Por entonces, en los albores del
siglo XVII en el que se desarrolla la acción, su caso era una excepción, “sólo
un prodigio que está fuera del orden” (como le confiesa el Santo Padre a su
secretario el cardenal Malonge después de la pintoresca audiencia en la que
Doña Catalina acude a la Santa Sede para pedir -y obtener- dispensa para vestir
con atuendo masculino), pero a nuestros ojos esa actitud de franca y abierta
rebeldía contra el estatus quo (recuerdo ahora a la cervantina pastora Marcela,
de la primera parte del Quijote) cobra una valiosa dimensión ejemplarizante.
En el orden formal dos aspectos
merecen ser destacados: la hábil e ingeniosa construcción dramática y el
altísimo grado de elaboración del lenguaje (tomen buena nota señores guionistas
de TV, sobre todo, ¡por Dios!, los de “Águila roja”). La acción se
estratifica en nueve cuadros, los siete centrales que reproducen episodios
destacados de las aventuras de doña Catalina y el primero y el último, en el
camarote del barco en que ésta se trasladará definitivamente a las Indias en
pos de esa ansiada libertad, que sirven de marco para contextualizar al
personaje y presentarle como autor del manuscrito que contiene el relato de su
vida, objeto de la “representación”. Respecto al lenguaje, refleja
perfectamente las convenciones sociales y cada personaje se sirve del registro
más adecuado a su condición, llegando incluso a adaptarse, como en el caso de
Catalina, a las diversas situaciones en las que se ve inmersa a lo largo de su
azarosa vida; desde el tono amigable y cortés con su amigo Echazarreta, hasta
el estilo más formal ante el Pontífice pasando por el bronco y desabrido argot
tabernario de la soldadesca en los lances de juego y de armas.
La puesta en escena, servida por unas estupendas escenografía y diseño de
iluminación (de Eduardo Moreno y de José Manuel Guerra respectivamente) hace
justicia a la calidad del texto, potenciando mediante procedimientos paródicos
y farsescos su aroma popular y el tono jocoso de comedia lopesca, y su
ocasional barroquismo (como en la escena ya citada de la audiencia del Papa
Urbano VIII a doña Catalina).
Juan Carlos Rubio consigue, a mi entender, sacar el máximo partido a una
pieza, que pese a lo mencionado, no puede ocultar su carácter originario de
relato legendario de aventuras, extrayendo la teatralidad de allí dónde se
encuentra y llevándola con el concurso de los actores a su máximo punto de
ebullición, como en la donjuanesca escena de la taberna del Cuzco, en la que
don Alonso (Ángel Ruiz) relata sus peripecias con la justicia y la pendencia
que se origina con “El Cid” (Cristina Marcos), o en la que socorre a María (Mar
del Hoyo) librándola de las iras de su marido afrentado, o en la penúltima
escena en la que confiesa atormentado ante el atónito cardenal de Guamanga
(Ángel Ruiz) su verdadera condición feminil. Están asimismo en punto de sazón,
la primera y última escenas en la que Catalina (Carmen Conesa) confiesa ante su
inseparable Echazarreta (Ramón Barea) su cansancio de tantos lances y
aventuras, pero también las dudas y la inseguridad de una conciencia
atribulada.
Meritorio trabajo, en fin, y merecido homenaje que salda parcialmente una
deuda de gratitud con uno de tantos dramaturgos de la generación de los 70
(Mediero, Romero Esteo, Ruibal, Riaza,...) tan injustamente olvidados,
“silenciados” dice con razón Virtudes Serrano, en nuestros escenarios.
Gordon Craig.
No hay comentarios:
Publicar un comentario