De: Juan Mayorga.
Con: Juanjo Puigcorbé y Pere Ponce.
Dirección: Juan José Afonso.
Madrid. Teatro Marquina. 10 de enero de 2013.
Si hay un tema que, como una corriente subterránea, recorre
toda la obra de Juan
Mayorga y fecunda su escritura es el tema de la impostura.
Para muchos de sus personajes
la búsqueda de la verdad, su salvaguarda frente a la mentira
es una exigencia insoslayable.
Abel, un personaje de Más ceniza, una de sus primeras obras,
está obsesionado por la
falsedad hasta el punto de pensar que faltar a la verdad
acaba anulando la propia identidad.
“La mentira es la muerte.” “El que miente, ¿dónde vive? ¿En
que cuerpo?”, llega a decirle
a la Mujer. En otras ocasiones se nos induce a una reflexión
sobre la verdad mostrando
las múltiples artimañas de que se sirven los personajes para
soslayarla, para suavizarla
con lenitivos, para tergiversarla o para manipularla en su
beneficio; recuérdese, como
ejemplo, la mascarada urdida por el comandante del campo de
exterminio en Himmelweg
para engañar al representante de la Cruz Roja e
instrumentalizar sus testimonios con fines
propagandísticos. Y los ejemplos podrían multiplicarse.
La obra que hoy nos ocupa no es una excepción. El tenso
cruce de argumentos y
reproches que mantienen los personajes está impulsado
también por ese mismo imperativo
ético: encontrar la verdad del teatro y, por extensión, que
escritor y crítico se puedan
desembarazar de las sucesivas máscaras que ocultan el
verdadero sentido de sus vidas.
El encuentro tiene lugar en casa de Volodia, el crítico, la
misma noche del estreno, a
donde acude Scarpa, el escritor, para brindar por el éxito
de su obra (“Quince minutos
de aplausos, el público puesto en pié ...”). Pero lo que
parece una visita de cortesía
se transforma de inmediato en un enconado duelo dialéctico
que termina por poner al
descubierto a dos seres solitarios y menesterosos que se han
estado buscando el uno al otro
a través de sus escritos sin llegar a confesarlo hasta este
momento crucial y definitivo de
sus vidas.
Se trata de una obra de texto en la que todo el protagonismo
es para la palabra.
Densa, enjundiosa y con reflexiones de calado sobre ambas,
la función de la escritura y
la función de la crítica, que a buen seguro no van a dejar
indiferentes ni a críticos ni a
autores de teatro. La acción transcurre en tiempo real y a
un ritmo endiablado, saltando
permanentemente de uno a otro de los dos planos, por así
decirlo, en los que se estructura
la narración y sin que parezca que ninguno de los
contendientes quiera dar tregua a su
oponente. Los argumentos se suceden en cascada, a veces
mediante largas réplicas que
son auténticos monólogos, lo que añade mayor dificultad al
trabajo de los actores ya de
por sí complicado debido a la duplicidad de roles que tienen
que adoptar y a su presencia
permanente en escena durante las casi dos agotadoras horas
que dura el espectáculo.
Dada esa complejidad y la contundencia de un texto que huye
decididamente de los caminos trillados todavía cabe
agradecer más a los responsables del
montaje y a la productora que se hayan tirado a la piscina.
El esfuerzo ha merecido la pena
y lo prueba, para empezar, la expectación que ha generado el
estreno del espectáculo en
Madrid después de su etapa de rodaje fuera de la capital.
Había tensión en la sala,
impaciencia derivada del interés por ver lo nuevo de un
dramaturgo español ya plenamente
consolidado y silencio expectante emanado de la propia
intensidad de lo que ocurría en
escena; y esa tensión se proyectó sobre el escenario en
forma de un cierto nerviosismo que
supongo disminuirá a medida que el espectáculo se vaya
asentando. Porque, y ese es el
primer acierto del montaje, los personajes están en buenas
manos. Tanto Pere Ponce, que
ya ha trabajado antes en obras de Mayorga, como Juanjo
Puigcorbé son dos actores
experimentados y pletóricos de recursos. Haberlos reunido es
un verdadero hallazgo,
porque en ambos casos su fisonomía trabaja a favor del
personaje; y además es un lujo para
los aficionados al teatro. Pero más allá del contraste de su
apariencia física, la figura
menuda y un tanto desmedrada de Scarpa (Pere Ponce) frente
al porte y envergadura de
Volodia (Juanjo Puigcorbé), es sobre todo el proceso psicológico
y emotivo el que cuenta.
En guardia, expectante al principio, recién llegado a la
“gruta del ogro”, el escritor va
ganando enteros hasta llegar a tomar la iniciativa en lo
últimos asaltos. Su mirada
anhelante y su tono quejumbroso, en todo caso, revelan un
reducto de amargura, de
inseguridad y un deseo de aprobación narcisista. Cuando se
trasmuta en Eric o en Taubes y
teatraliza (en una secuencia memorable) los movimientos,
fintas y golpes de un púgil en el
cuadrilátero puede mostrar la destreza y agilidad de un
felino. Juanjo Puigcorbé es un
Volodia seguro de sí mismo, correcto, afable y hasta
paternalista. Su aplomo deja traslucir,
no obstante, un cierto cansancio y una sensación de derrota
ante la futilidad de sus
esfuerzos para hacer de Scarpa el dramaturgo que había
soñado. Sentado en su escritorio,
entre montones de libros y de recuerdos, con una pluma en la
mano es como una reliquia
del pasado, como el último representante de una raza de
seres excepcionales, autónomos e
independientes que todavía consideraba como un elevado
quehacer intelectual el ejercicio
de una crítica exigente y severa. Solo altera su semblante y
su espíritu la mención de la
mujer que amó y que seguramente sigue amando en secreto.
El inventario de aciertos de este montaje se completa, por
un lado, con un trabajo
de dirección solvente que revela los aspectos más ocultos
del texto y atiende a las
fluctuaciones de su intensidad dramática, y por otro, con
una sugerente escenografía: la
reconstrucción naturalista del estudio-despacho-biblioteca
de Volodia cuya atmósfera
crepuscular tan bien se acomoda con el carácter del
personaje y que no sé por qué me
recuerda al ambiente decadente y caduco también que impregna
la acción de El canto del
cisne de Chejov.
Gordon Craig.
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