domingo, abril 30, 2017

TEATRO. La cena del rey Baltasar. "De cómo el halago y el compadreo pueden arruinar un espectáculo".

Autor: Pedro Calderón de la Barca.
Versión de Carlos Tuñón.
Con: Jesús Barranco, Enrique Cervantes, Alejandro Pau, Kev de la Rosa, Rubén Frías y Nacho Sánchez.
Dirección: Carlos Tuñón.
Alcalá de Henares. Corral de Comedias. 22 de abril de 2017.



No se prodigan en la cartelera madrileña los autos sacramentales. Baste como ejemplo citar el que la Compañía Nacional de Teatro Clásico, llamada a velar por la pervivencia de nuestro teatro áureo, sólo ha programado en las últimas veinte temporadas una versión de El gran teatro del mundo, en 2012. (En Guadalajara, ni te cuento, hay que remontarse a 1998, en la Muestra Nacional de Teatro de Azuqueca, para datar un montaje de esa misma obra, por cierto, un espléndido trabajo del TNT dirigido por Etelvino Vázquez).

Así que uno acude al reclamo de este título de resonancias bíblicas casi ansioso por disfrutar de la espectacularidad barroca, de la pericia de la que hace gala Calderón para convertir en personajes a entidades abstractas, de su habilidad constructiva para hacer digeribles los más abstrusos problemas filosófico teológicos, o de la exuberancia del verso y la imaginería culteranas en la que el autor codifica los más oscuros símbolos y alegorizaciones.

Y cabe decir que a ratos, uno encuentra eso que venía buscando y reconoce el ingenio, el donaire o las chanzas de la figura del Pensamiento (Rubén Frías) en contraste con la severidad de juicio de Daniel (Enrique Cervantes), su fe inconmovible y el talante imperioso con que censura el comportamiento sacrílego y las costumbres licenciosas de Baltasar (Jesús Barranco) o con el que sujeta el brazo ejecutor de la Muerte (Nacho Sánchez). Y sentimos, asimismo, la presencia amenazadora de esta última, señora de las sombras, ante la que tiemblan todos los mortales y el espanto y el desasosiego que infunde en el ánimo del rey el mero recordatorio de su finitud (“Para acordarle no más / que es mortal, de mi rigor / sola una vislumbre basta / …). Y nos atrae la carnalidad perturbadora de muchas escenas en las que seductoras e impúdicas encarnaciones de la Vanidad (Alejandro Pau) y de la Idolatría (Kev de la Rosa) adulan y cortejan a un rey ya viejo y caduco dominado por la arrogancia y la concupiscencia.

Lamentablemente, antes de sumergirnos en ese ceremonial barroco de diálogo de conceptos y permitirnos experimentar el esplendor del lenguaje calderoniano y la belleza trágica y decadente de algunas escenas, Carlos Tuñón nos somete a una espera de tres cuartos de hora largos mientras son seleccionados los doce convidados de piedra que van a compartir mesa con el rey Baltasar y a participar, supuestamente, en esa suerte de ritual eucarístico que el texto recrea. Una insufrible espera donde los actores coquetean con los espectadores, muchos de ellos amigos o compañeros de profesión en una cháchara intrascendente y que, a juicio de quien esto escribe, no lleva a ninguna parte. Todos ellos, como se suele decir coloquialmente, encantados de haberse conocido.

Quizá se conseguiría una auténtica participación del público si se limitara el aforo total a los invitados a la mesa, como hacen Stefano Pasquín y Paola Berselli del Teatro delle Ariete, de Bolonia, Italia, en su espectáculo Matrimonio de invierno. Allí si nos sientan a la mesa de su cocina y nos invitan a comer (sic) a la luz de las velas mientras comparten con nosotros, distendidamente, en la más estricta intimidad (un aforo de 18 personas) los recuerdos de veinte años de su vida en común en el valle de Ariete donde tiene la granja en la que cuidan de la tierra y de sus animales, llegando a establecerse una genuina corriente de empatía entre todos los participantes.

En nuestro caso, por el contrario, esta participación parece impostada. El compadreo, instituido ya desde el “prólogo”, aflora en distintos momentos de la representación desvirtuando el sentido de muchas escenas, dispersando la atención del espectador y banalizando, reduciendo a la intrascendencia, desactivando incluso, algunos elementos esenciales de crítica ideológica subyacentes en el montaje, por ejemplo los relativos a la simbología eucarística, a la profanación de los vasos del templo por el rey Baltasar o a la comunión sacrílega y a su inmediato castigo, elementos de crítica, como digo, que se diluyen en un -interminable, de nuevo-, fin de fiesta en el que sólo falta la barbacoa y la farlopa para completar el desmadre y el jolgorio en el que estos chicos han convertido el desenlace de la obra, con gritos, carcajadas y trozos de pan volando sobre la cabeza de los espectadores desde la platea hasta los pisos más altos del Corral.

Al final va a tener razón Javier Marías.

Gordon Craig.

La cena del Baltasar. Corral de Comedias de Alcalá de Henares.

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