viernes, febrero 17, 2017

TEATRO. La Celestina. "Vívido mosaico naturalista de una España en la encrucijada".

Autor: Fernado de Rojas. Adecuación para la escena: José Luis Gómez y Brenda Escobedo.
Con: Chete Lera, Palmira Ferrer, Raúl Prieto, Marta Belmonte, José Luis Torrijo, José Luis Gómez, Inma Nieto, Miguel Cubero, Diana Bernedo y Nerea Moreno.
Espacio escénico: José Luis Gómez y Alejandro Andujar.
Dirección: José Luis Gómez.
Madrid. Teatro de La Abadía. Hasta el 26 de febrero de 2017.



Frecuentemente, cuando en el programa de mano que te facilita el teatro, leo junto al título de la obra palabras tales como “dramaturgia”, “adaptación”, “versión” u otras similares me echo a temblar, porque al amparo de tan respetuosas etiquetas se suele cometer con los textos originales tropelías inimaginables. No es este el caso afortunadamente y este es uno de los mayores méritos del montaje de esta obra, cumbre de nuestras letras, que puede verse estos días en el teatro de la Abadía.

El texto original, no escrito específicamente para la escena, según algunos críticos, es largo y denso y los diálogos están trufados de citas, refranes y enjundiosas reflexiones morales que corren parejas con un proceso muy matizado de evolución psicológica de los personajes, todo ello formando un continuum coherente de actitudes, motivaciones y reacciones cuyo equilibrio no puede alterarse sin que el conjunto se resienta. Pues bien, como decía arriba, y con las inevitables carencias que tal labor de poda lleva aparejadas, y que a buen seguro percibirá el espectador que haya leído la obra, la “adecuación” del texto de Fernando de Rojas que han hecho para la ocasión José Luis Gómez y Brenda Escobedo mantiene los elementos esenciales de la trama, respeta la literalidad de los parlamentos de los personajes en los momentos de mayor interés y dramatismo -verbigracia, los encuentros de Celestina con Melibea, la “despedida” de ésta última o el llanto de Pleberio-, y garantiza un desarrollo fluido de la acción en la que no se echan a ver huecos ni tropiezos, excepción hecha, quizá, de la interpolación de la escena del ajuste de cuentas de Sempronio y Pármeno a Celestina inmediatamente antes del llanto de Melibea, desconectándolo de la muerte accidental de Calisto en su atropellada huída por la escala, que es lo que desencadena la desesperación de la joven.

La ambientación es de una sobriedad extrema; sirviéndose del propio ábside y cúpula abaciales para las escenas de la sinagoga y el templo cristiano, la escenografía se reduce a una plataforma desnuda sobre la que se insinúa con proyecciones el recinto del jardín de Melibea y el tabuco de Celestina, al que se accede mediante sendas entradas con trampilla practicadas en el entarimado. Esa escasez de atrezo y de elementos escenográficos obliga a un riguroso estudio del movimiento escénico y a un esforzado trabajo de los actores sobre cuya capacidad de expresión verbal y corporal recae toda la responsabilidad en la trasmisión del rico mundo interior de los personajes. Tan sólo una licencia se concede el director, abrir y cerrar el espectáculo con sendas escenas alusivas al enrarecido clima de intolerancia religiosa de la época que se materializó en una implacable persecución de conversos encausados por prácticas judaizantes. La escena del “descendimiento” de los despojos del reo expuesto para escarmiento público y la escena final de la muerte por ahorcamiento de los encausados son verdaderamente estremecedoras y enmarcan a la obra en esa atmósfera de amenaza y represión.

El espectáculo en general rezuma vitalismo y sensualidad; aún con un vestuario no estrictamente de época, (o con algún anacronismo como el pago a Celestina con billetes de “curso legal”) la ambientación y los personajes, fruto de un escrupuloso trabajo actoral, remiten a un inequívoco pasado en el que el incipiente renacentismo está alumbrando una nueva escala de valores materializados en la rebeldía contra ciertos convencionalismos sociales, en el sentido de la caducidad de la vida con su consiguiente búsqueda del placer y del goce del cuerpo o en la nueva moral utilitaria, donde el interés, el dinero y el afán de lucro triunfan sobre el amor, el ascetismo, la religiosidad o la creencia en una vida ultra terrena propias de una cosmovisión medieval en trance de desaparecer.

Como digo, el trabajo de los actores es en general de un altísimo nivel. Raúl Prieto, es un Calisto, egoísta, cínico y absorbido por su pasión libidinosa; no sé si he llegado a entender bien sus repentinos e inopinados cambios de humor; huraño y cariacontecido parece un niño mal criado al que se le niega una fruslería y de pronto pasa un estado de máxima exaltación o cae preso de un frenesí fetichista, como cuando dialoga con el cordón de la joven. Advierto una impostación forzada que rompe con la naturalidad general con que sus compañeros interpretan sus papeles. Indudablemente lo he visto en tardes mejores. También me pareció un tanto desdibujado el Pleberio de Chete Lera; bien es verdad que entra en frío cuando la tragedia ha llegado a su momento culminante y le cuesta encontrar el punto de ebullición. Progresa al transitar del asombro e incredulidad iniciales a la expresión de dolor profundo por la pérdida y, se crece, en las etapas finales de su duelo, en la rabia y en la desesperación. Está a tono en sus breves intervenciones Palmira Ferrer en una cándida y confiada Alisa. Y lo mismo cabe decir de los criados de Calisto y de las protegidas de la alcahueta: la descarada y vivaracha Elicia (Inma Nieto) y la un tanto tímida y cohibida Areúsa (Nerea Moreno), cuyos remilgos destruye Celestina en una escena memorable y que luego goza del placer con particular fruición en los brazos de Pármeno. Ambas representan, para decirlo con un verso de Rubén Darío: “la carne que tienta con sus frescos racimos”, bocado exquisito para el truhán codicioso y sin escrúpulos que es Sempronio (José Luis Torrijos) y para el incauto e inexperimentado Pármeno, cuyo aprendizaje de la vida expresa magníficamente Miguel Cubero.

Muy en sazón está Marta Belmonte en el papel de la dulce Melibea. Su belleza hierática, su figura grácil y sus modales delicados contrastan con un carácter fuerte y una activa resolución que la permite ser prácticamente dueña en todo momento de la situación. Muestra ese especial sentido femenino para las realidades inmediatas; sabe escuchar, mostrase esquiva, imperiosa o disimular para ocultar sus verdaderos sentimientos, cuya exteriorización modula con singular pericia apoyada en un verbo fluido pletórico de inflexiones tonales. Confiere un marchamo de autenticidad a un personaje que ha concitado a lo largo de la historia un alud de referencias librescas. José Luis Gómez, por último, constituye la verdadera sorpresa del montaje encarnando con particular maestría a la vieja alcahueta. Compone una anciana menuda, de mirada penetrante, andares torpes y aspecto frágil pero incansable en sus idas y venidas para conseguir sus propósitos. Osada, codiciosa, taimada, camaleónica, posee un agudo sentido de la realidad para adaptar su discurso a cada situación y circunstancia. Es digno de verse como se desenvuelve con Melibea para mediante embustes y subterfugios granjearse su confianza y espolear su concupiscencia, o como manipula a Pármeno para vencer sus escrúpulos, aunque también sabe tenérsela tiesas cuando la ocasión lo requiere. Es dueña y señora de la escena con su punto de socarronería, con su palabra justa, con su desenvoltura y con ese gracejo que confieren a su interminable perorar el acento levemente andaluz y la expresividad de sus manos con las que pareciera estar tejiendo la tela de araña en la que aprisionar a sus víctimas.

Gordon Craig.

La Celestina. Teatro de la Abadía.

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