viernes, febrero 24, 2017

TEATRO. El cartógrafo. "El mapa de un mundo en peligro".

Autor: Juan Mayorga.
Con: Blanca Portillo y José Luis García-Pérez.
Ayudante de dirección: Carlos Martínez-Abarca.
Iluminación: Juan Gómez-Cornejo
Escenografía y vestuario: Alejandro Andújar.
Música original y espacio sonoro :Mariano García.
Dirección: Juan Mayorga.
Madrid. Naves del Español. Sala de Fernando Arrabal. Hasta el 26 de febrero de 2017.



Uno sale de ver este espectáculo de Juan Mayorga embargado por la emoción y el asombro. Sobrecogido por ese crudo retrato (mapa) del horror, anonadado por el derroche de talento y de energía que despliegan los actores en la construcción de sus múltiples personajes, fascinado por la pulcritud, la precisión expresiva y la resistencia de su lenguaje frente al tópico y desasosegado por el tono profético de alguna de sus escenas; y es que tras presenciar esta representación uno no puede sacudirse la sensación de que lo que la obra cartografía es el mapa de un mundo en peligro.

Decía Mayorga hace unos años en Primer Acto, en una entrevista de José Ramón Fernández, que el mejor teatro histórico es el que consigue hacer una experiencia del pasado. Pues bien, El cartógrafo responde a este imperativo teórico y nos permite, como a Dante, hacer una visita al Infierno, guiados esta vez por Blanca -coprotagonista de la obra-, y hacer nuestra la experiencia del horror y de la barbarie que ella va adquiriendo de primera mano mientras completa su periplo por la Varsovia actual persiguiendo un fantasma y tratando, sin éxito, de sobreponerse a una pérdida irreparable.

En efecto, Blanca, sensibilizada por el trauma de la pérdida de una hija adolescente, va a dar pábulo a la leyenda del cartógrafo del gueto de Varsovia, según la cual, un anciano cartógrafo judío, incapacitado para desplazarse, solicita la ayuda de su nieta de corta edad para que le facilite los datos con los que elaborar el mapa de la ignominia, un mapa dibujado desde la perspectiva de los perseguidos. Desde que el vigilante de una exposición de fotografías antiguas de Varsovia, a la que ella accede por casualidad, le cuenta la historia, Blanca se obsesiona con ella y queda como atrapada en un bucle. Mientras su marido, diplomático, atiende a su trabajo en la embajada española, emprende por su cuenta una indagación que la lleva por museos, anticuarios, etc, recabando información sobre el suceso y consecuentemente, empapándose del horror vivido por los moradores del gueto hasta su exterminio durante la ocupación alemana.

La obra se articula, por así decir, en dos planos narrativos: las escenas en presente, que dan cuenta de la absorbente actividad indagatoria de Blanca, interpoladas o superpuestas a escenas del pasado de la vida en el gueto, de la niña dando cuenta al abuelo de sus hallazgos, primero, y después, de esta niña ya adulta bajo el nuevo régimen comunista impuesto en Polonia tras la liberación. Dos planos, pasado y presente confrontados, interpenetrándose; confluyendo progresivamente de forma asintótica, hasta que -¡prodigio de la trama!- se funden en uno solo.

Como ya hiciera la longeva e intrépida Harriet (la tortuga de Darwin), El cartógrafo nos proporciona una profunda y meditada lección de Historia. Y ello, no en abstracto, por supuesto, sino anclada en datos fehacientes y en episodios lacerantes del pasado reciente europeo imbricados con elementos de la más estricta y dolorosa cotidianidad de sus protagonistas. Una lección de Historia, digo, sobre quién la escribe, por qué y cómo lo hace; al servicio de qué intereses ideológicos, de qué urgencias vitales o de qué circunstancias sociales y políticas, de dominación, de supervivencia, de ocultación. De hecho, la colección de mapas antiguos que atesora el cartógrafo no son sino una recurrente y fecunda metáfora de todas las formas imaginables de preservar o reconstruir a capricho el pasado; de manipularlo, de adulterarlo -de anularlo, incluso -para ajustarlo al discurso hegemónico imperante.

Respecto al montaje, cuya dirección corre a cargo del propio autor, parece seguir a rajatabla el lema del cartógrafo: “Definitio est negatio”, es decir, convertir el escenario en un “mapa” depurado de elementos accesorios o redundantes que distraigan la atención del espectador y la desvíen de lo esencial. Esta poética del despojamiento que ya puso en práctica Mayorga en su montaje de La lengua en pedazos es llevada aquí al extremo reduciendo el elenco a dos únicos actores y limitando la escenografía a unas marcas en el suelo, a un taburete y a un par de mesas y sillas de estilo funcional. Leves efectos sonoros y subrayados musicales y una iluminación sectorializada para crear los múltiples espacios donde se desarrolla la acción completan esos magros elementos escenográficos para que nada se interponga entre la palabra de los personajes -y sus silencios- y la imaginación del espectador.

Claro que sólo es posible que tal empeño resulte exitoso si se cuenta con un texto tan complejo, sugerente y tan sólidamente articulado y con unos actores tan motivados y de tan excepcional y aquilatada ejecutoria como Blanca Portillo y José Luis García-Pérez para adaptarse a sus exigencias. Un texto que combina la plasticidad de las descripciones y el rigor documental del registro de nombres, números o localizaciones con la viveza y espontaneidad de los diálogos, con el arte de la alusión, las evasivas los sobrentendidos o las presuposiciones; y unos actores sometidos a un auténtico “tour de force” en la tarea de multiplicarse y ajustarse a roles distintos y cambiantes con tonos y registros diferentes según exige el desarrollo de la acción.

Ambos actores destacan por su versatilidad y, si somos justos, no habría que hacer distingos entre toda esa pléyade de personajes a los que uno y otra se entregan sin reservas y poniendo el listón muy alto ya desde la primerísima escena, en la que hallamos a Raúl angustiado por la tardanza de Blanca en volver a la embajada cuando ésta aparece con un plano en la mano, con la mente en otra parte, como atraída por un extraño misterio que recabara toda su atención. El matrimonio protagoniza asimismo el intenso cuadro 22 con Blanca, presa de remordimientos y desesperación, relatando lo sucedido la mañana de la desaparición de Alba. Pero indudablemente, la pareja que concita las mayores simpatías es la del abuelo y la niña y las escenas que protagonizan, con ese crescendo de la tensión dramática a medida que el deambular de la pequeña por el gueto se hace más y más peligroso hasta que ambos se sienten acorralados y amenazados por las cada vez más frecuentes redadas. El anciano (José Luis García-Pérez) envejece literalmente en escena apesadumbrado por lo que intuye, sometido al hambre, al frío, a la falta de medicinas y al temor creciente de que detengan a su nieta, mientras que en el exterior se extiende la desolación y la muerte. La niña (una portentosa Blanca Portillo) se entusiasma con los mapas, la ilusiona la perspectiva de ser útil, se emociona con los recuerdos infantiles, bromea y baila con el abuelo, le tranquiliza, disimula sus tropiezos, acalla sus temores; se rebela, sueña; tiembla y contiene la respiración arrebujada junto él para evitar ser descubiertos por la policía, y vibra y conmueve hasta las lágrimas, cuando saliendo del papel -porque, por respeto a las víctimas, el horror que va a describir no puede ser representado-, de pie, frente el auditorio desgrana con todo lujo de detalles las atrocidades cometidas con aquellos seres indefensos durante los días más críticos de intensificación de las redadas.

Gordon Craig.


El cartógrafo. Naves del Español.

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