viernes, febrero 03, 2017

TEATRO. Divinas palabras. Tragicomedia de aldea

Autor: Ramón María del Valle-Inclán.
Dirección : José Tamayo.
Con : Pedro María Sánchez, Carmen Arévalo,
Juan Antonio Quintana, Kiti Manver, Fernando Cabrera, Alicia Hermida.
Teatro Bellas Artes. Madrid. Año: 1999.

Divinas palabras fúe escrita en el año 1920, el año más pro­ductivo de la dilatada carrera literaria de D. Ramón María del Va­lle-Inclán. En algo más de doce meses además de esta obra salieron de su pluma Luces de bohemia, Los cuernos de Don Friolera y Farsa y li­cencia de la reina castiza, entre otras; sin embargo, ni el grado de desarro­llo del arte es­cénico su tiempo estaba a la altura exigida para enfrentar­se a unas piezas tan innovadoras, ni la temática abordada en ellas, ni la ideología política subyacente, próxima al republicanismo y al anarquismo, hacían posible ni "aconsejable" su puesta en escena. Así que todas ellas t­uvieron que esperar mu­chos años para verse representadas. Demasiados, si se piensa que en ese lapso de tiempo que incluye la Guerra y la posguerra, en el exterior están desarrollándose los grandes movimientos renovadores del teatro: Meyerhold, Craig, Brecht, de cuyos hallazgos y aportaciones al arte escénico a buen seguro se habría beneficiado nuestro eximio escritor de haber sido otras las circusntacias políticas.

En el año 1961, cuando Valle-Inclán ya había conseguido un e­norme recono­ci­miento como literato dentro y fuera de España y su escritura dramática brillaba con luz propia sin haber apenas pisado los escenarios patrios, José Tamayo asumió el reto que supone siempre llevar a escena a autores consagrados. Ahora, en el mismo escenario que entonces el Teatro Bellas Artes, vuelve por sus fueros con un montaje de Divinas palabras, que si no entusias­ma, (no a tenor de la crítica especializada para quien, al parecer, este montaje resulta un "éxito clamoroso" (sic), sino a juzgar por la respuesta del público que no nos pareció del todo entregado), al menos es profundamente respetuoso y coherente con una estética de corte expresionista que tan bien ha funcionado con otras obras de Valle que hemos tenido ocasión de ver representadas.

Divinas palabras, "tragicomedia de aldea", como él mismo la deno­mina, presenta una historia truculenta y cruel ; sus protagonistas, gentes de un pueblo miserable e inculto perdido en la Galicia profunda, vi­ven en sus carnes los extremos de rigor y de violencia a que con­duce la mo­ral tradi­cional española en lo tocante al asunto de la honra. Va­lle nos de­vuelve a la tribu, a la inusual rudeza con que la comunidad responde ante el problema del adulterio. Pero hay más, detrás de esa atroz cere­monia de escarnio del final del cuadro tercero, cuando el pueblo trae a la adúltera desnuda ante el marido afrentado, existe un terror atávico a la liberación de las fuerzas de la naturaleza encar­na­das en la figura de Mari-Gaila. Porque lo que los allegados y convecinos no pueden tolerar es que Mari-Gaila, la mujer, goce de autonomía para buscar el disfrute sexual fuera de la sacrosanta institución del matrimo­nio. Hay que descu­brir a la adúltera "in fraganti", ponerla en la picota, escarnecerla públi­ca­mente, obli­garla a confesar su pecado nefando, y después llevarla ante el marido engañado para que este ejecute su venganza. (Resulta es­tremecedor a este respecto, el comentario de una de las campesi­nas presentes en el brutal "prendimiento" de Mari-Gaila cuando alguien informa de que su amante ha huído corriendo: "Que se vaya libre. El hobre hace lo suyo propio. En las mujeres está el miramiento"). Solo que Valle no está por la labor. El desenlace no tiene ya nada que ver con la solución calderoniana ni con la que habrían adoptado los dramaturgos románticos: bastan unas palabras, unos bíblicos "latines" para que, como por ensalmo, la furia de la chusma se desvanezca y permitan a Pedro Gailo recibir a su mujer cual hija pródiga y acogerse ambos en sagrado. De ahí la terrible ambivalencia del final: los "latines" salvan a Mari-Gaila del populacho enardecido y de las iras de Pedro Gailo pero a costa de verse recluída en el seno de la Iglesia y del matrimonio, y la secuencia final en que, desnuda, reconciliada con su marido, de su mano, atraviesa el atrio de la iglesia es de una grandeza sublime.

Preferencia por un espacio escénico muy visual, cromatismo anormal, proyecciones, sombras chinescas, realidad deformada mezclada con lo irreal y onírico -en la escena del trasgo cabrío-, humor negro patibulario, distorsión, caricatura, ..., elementos teatrales del expresionismo a los que Tamayo recurre para recrear los lugares donde transcurre la acción, para construir los personajes -excepción hecha de Mari-Gaila, que aparece tocada por la gracia de un cuerpo es­plendoroso y joven y una expresión alegre, vital- y para reproducir la vida de aldea y sus ciclos : el trabajo y el descanso, las faenas domésticas y del campo y la diversión en los días feriados, una mo­notonía sólo alterada por el traginar de los chalanes, peregrinos, el ciego, el lañador, los maleantes perseguidos por la guardia Civil, y el ir y venir del carre­tón del tonto, por caminos y tabernas... ; y en el epi­centro de la escena, enseñoreándolo todo, el pór­tico de la iglesia parroquial y su cemente­rio anejo como metáfora de la omnipresen­cia de una religiosidad impues­ta, exterior, sustentada en la su­perstición y el te­rror al mi­ste­rio y en ese temor reverente, atávico, por la fuerza de la palabras del latín litúrgi­co.

Aunque motejada de tragicómica esta pieza no hace reír al público salvo en contadas ocasiones. Es demasiado cru­el el espectáculo de la ignorancia y la miseria ; las vidas de unos seres sumidos en la brutalidad, insensibles ante las desdichas ajenas e inmisericordes con sus debilidades. Cruel el desamparo en que muere sola, en medio de un camino, Juana la Reina ; cruel y patética la desesperación del sacristán varado entre su cobardía y el “deber” de matar a su esposa ; atroz el escarnio de que es objeto el idiota en la taberna de Ludovina ; cruel y grotesco, en fin, la vergonzante utilización que hacen del "balda­diño" Mari-Gaila y Marica del Reino y como lo convierten en instrumento de su codicia.

El trabajo de los actores es excelente, aunque no cuaje siempre en unos resultados plausibles, aunque no siempre estén a la altura de una tensión dramática creciente que a veces roza lo insoportable. Sobresale quizá Juan Antonio Quintana en el papel de Pedro Gailo, un personajes lleno de contrastes y matices. Todos son dueños y señores del espacio llegando a componer cuadros de gran belleza ; y son escrupulosos en el empleo del lenguaje. Un lenguaje altamente elaborado que reproduce en su laconismo, con la palabra justa, el habla popular y las peculiaridades propias del castellano galaico, pero sin llegar a ser vulgar ni realista. Un verbo pletórico de símbolos, de imágenes, de sugerencias, de tonalidades que supone un verdadero disfrute para los sentidos.

Gordon Craig.

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