jueves, enero 12, 2017

TEATRO. Jardiel, un escritor de ida y vuelta. "El humor exquisito, inofensivo y absurdo de Jardiel".

Espectáculo creado a partir de la obra de Enrique Jardiel Poncela.
Versión y dirección: Ernesto Caballero.
Con: Chema Adeva, Felipe Andrés, Raquel Cordero, Paco Déniz, Jacobo Dicenta, Luis Flor, Carmen Gutiérrez, Paco Ochoa, Paloma Paso Jardiel, Lucía Quintana, Cayetana Recio, Macarena Sanz, Juan Carlos Talavera y Pepa Zaragoza.
Escenografía: Paco Azorín.
Iluminación: Ion Aníbal.
Vestuario: Juan Sebastián Domínguez.
Madrid. Teatro María Guerrero. Hasta el 12 de febrero de 2017.



Hay una corriente subterránea que vivifica toda la producción novelística y teatral de Jardiel Poncela; una corriente temática que se nutre de dos fuentes de inspiración: el amor y la mujer. Dos fuentes que brotan al unísono porque en realidad son tributarias de un único manantial: su atribulada biografía erótico-amorosa. Y hay, asimismo, una buena dosis de pesimismo y tristeza; la decepción del escritor incomprendido y la amargura del ciudadano injustamente señalado por el dedo acusador por sus supuestas simpatías políticas en una etapa tan crucial como la de la posguerra española.

De todo ello da cuenta este espléndido montaje de Ernesto Caballero que amplía el núcleo central de la trama de Un marido de ida y vuelta, obra que sirve de base al espectáculo, con un prólogo y unos entreactos de cosecha propia en los que se hace aparecer al propio Jardiel, que regresa de la tumba para ajustar cuentas con sus coetáneos, “imitadores” y críticos de todo pelaje, para rememorar las penalidades del final de sus días y para hacer un acto de contrición por sus errores de antaño.

Y el caso es que no podría haberse elegido mejor título que éste para esa labor de reconstrucción arqueológica del pasado, pues al igual que el espectro de Pepe -el protagonista de la pieza-, regresa dos años después de muerto para reclamar para sí a Leticia, el amor de su vida, ¿a quién le podrá extrañar que regrese a los escenarios el mismísimo Jardiel en carne y hueso para justificar sus opciones en la vida y en el arte, para exorcizar sus demonios interiores y para dialogar con sus actores, con sus personajes, incluso, e instruirles sobre su verdadera naturaleza de criaturas de ficción?

Como ya hiciera con Mihura en 2007 (en Las visitas deberían estar prohibidas por el código penal), Ernesto Caballero nos deleita ahora con una afinadísima incursión en el universo vital y creativo de Jardiel; un universo que muestra como ingredientes destacados su inconformismo y su beligerancia contra el tópico y contra toda una serie de convenciones sociales y artísticas. En su punto de mira sitúa la hipocresía, la pedantería o la vulgaridad que atenazan al individuo y le impiden ser feliz; pero también la astracanada, el chiste facilón o el recurso abusivo a las fórmulas lingüísticas costumbristas y al habla popular a las que opone un humor limpio de intenciones, inofensivo, frugal, basado en la concatenación de situaciones inverosímiles y absurdas, en la paradoja, en los juegos de palabras y en unos diálogos sin lógica aparente fruto de su declarado antirrealismo y de su asombrosa imaginación creadora.

El resultado es un deslumbrante ejercicio teatral cuyo mérito hay que repartir a partes iguales entre todos los responsables del montaje. Empezando por la dirección escénica y por los actores que sin excepción derrochan talento y sutileza para dar con el tono adecuado en cada momento para que la exquisita comicidad jardielesca y su fina ironía se revelen en toda su pureza, modulando la intencionalidad paródica de cada escena, alumbrando personajes que no caen nunca en la caricatura y subrayando con sus ademanes gestos y actitudes el contraste –y este es otro de los rasgos del humor de Jardiel- entre lo inverosímil, lo inesperado o pintoresco de muchas situaciones y el talante de ingenuidad, de despreocupación, de naturalidad con el que sus protagonistas las asumen.

Cabe destacar también la imaginativa escenografía de Paco Azorín que, inspirado tal vez en las acotaciones del propio Jardiel para su Eloísa está debajo de un almendro, reproduce a escala natural y con todo detalle la platea y los dos primeros pisos de palcos del teatro, imagen especular de la propia sala que produce en el espectador un raro efecto desrealizador. Y lo mismo cabría decir de la iluminación, y de los efectos especiales y del cuidado y elegante vestuario: una impecable recreación del atuendo habitual de los miembros de una clase acomodada y diletante -incluido el suntuoso y variado muestrario de disfraces de la escena del carnaval- que coadyuva a crear ese ambiente de distinción entre cosmopolita, frívolo y despreocupado en que se desenvuelven los personajes. Un ambiente y una atmósfera que parecen escapar a cualquier época o contexto histórico concretos para inscribirse en el reino intemporal de las fantasías poéticas.

Desde ese punto de vista -y sin demérito del resto del elenco, como queda dicho-, hay que quitarse el sombrero ante una Lucía Quintana en estado de gracia que en el papel de Leticia deslumbra literalmente con sus elegantes trajes de noche o luciendo su elegantísimo disfraz de Cleopatra. Su espectacular fondo de armario y el donaire con el que pasea sus trajes y enseñorea la escena desataría la envidia de más de una fémina de las asiduas a las portadas del papel couché.

Un espectáculo, en fin, de extraordinaria factura técnica, divertido, desenfadado y de una rara belleza plástica que encandiló al variopinto público, familiar en su mayoría, no asiduo a las salas de teatro, que jalonó el desarrollo de la representación con continuas carcajadas y prorrumpió en un cerrado y sostenido aplauso a la caída del telón.

Gordon Craig.

CDN. Jardiel, un escritor de ida y vuelta.

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