De Ciro Zorzoli.
Con: Mamen Duch, Carolina Morro, Jordi Oriol, Marta Pérez, Carmen Pla, Albert Ribalta, Jordi Rico, Ágata Roca y Marc Rodríguez
Escenografía y vestuario: Alejandro Andújar.
Dirección: Ciro Zorzoli.
Madrid. Teatro de la Abadía. 6 de noviembre de 2016.
El recurso al teatro dentro del teatro no es nuevo, y tiene antecedentes egregios. ¿Quién no recuerda, por ejemplo, El retablo de las maravillas cervantino, o a la troupe de cómicos que recluta Hamlet para desenmascarar a su padrastro? Y por citar algún antecedente más inmediato y que mantenga una relación más cercana con la obra que nos ocupa, cabe recordar dos espléndidos montajes, uno antológico, en pleno deshielo posfranquista y de sonoro título calderoniano: Céfiro agreste de olímpicos embates, de Alberto Miralles, allá por el 1983 y el más reciente Ensayando al Misántropo, de Luis D’Ors, visto aquí mismo en la Abadía en 2012.
En ambos, sendas compañías de teatro desvelan lo que se cuece entre bastidores antes, después o incluso durante la representación. Cómo la vida privada de los actores, sus relaciones, o su reflexión de fondo sobre los límites de la teatralidad se cuelan entre los intersticios de la trama e interfieren en el desarrollo de la acción.
Ciro Zorzoli, que ya en 2011 con Estado de ira nos deleitaba con una incisiva reflexión sobre la verdadera naturaleza de las relaciones que mantienen los actores entre sí y sobre la pureza y la búsqueda de la verdad escénica, nos convoca, de nuevo, a un delirante ejercicio metateatral para completar, si puede decirse así, esa indagación acerca de la esencia misteriosa y paradójica del trabajo del actor.
Para ello nos va a franquear el acceso al día a día de una compañía teatral, en concreto a una de las sesiones diarias de ejercicios que, supuestamente, todo buen actor debería de llevar a cabo para perfeccionar su práctica escénica.
Ayuna de un mínimo contenido argumental externo, de una fábula o anécdota, digamos, previa a la representación, esta pieza de Ciro Zorzoli se centra en la exploración del oficio de actor situando como epicentro del conflicto las tensiones que entran en liza en el proceso mismo de construcción del personaje y exponiendo sin tapujos ante los ojos del espectador lo que hay de natural y de artificio, de verdadero y falso, de realidad y ficción en dicho proceso y en sus resultados.
La obra arranca con un muestrario completo del inacabable repertorio de ejercicios de escuela -ejercicios de imitación, de movimiento, posturales, gestuales, etc...-, que incluye acciones tan peregrinas como, planchar, remendar, escribir, fumar, emborracharse o remover la sopa en un caldero. Luego vendrán unas no menos agotadoras y reiterativas prácticas de expresión de determinados sentimientos, emociones y estados de ánimo o de acciones a ellas asociadas, como miedo, ira, tristeza, alegría, conmiseración; llanto, besos, caricias, abrazos, etc...; para terminar con ejemplos de situaciones dramáticas típicas y alguna escena completa donde intervienen varios personajes.
Dicho así pareciera que nos situamos en un plano estrictamente académico y que la obra reflejaría ese trabajo riguroso, sistemático, callado de los ensayos, que encontramos, por ejemplo, en París 1949, donde Luis Jouvet analiza hasta la extenuación con la actriz protagonista el segundo monólogo de doña Elvira, del Dom Juan de Moliére. Pero nada más lejos de la realidad. El enfoque se aleja de cualquier ilusión de naturalismo para inscribirse en el dominio de la parodia. Desde el inicio el espectador sabe que está asistiendo a un juego, a un simulacro desenfadado y chusco, donde muchos de esos ejercicios y situaciones rozan lo grotesco y el absurdo. Sin excluir una crítica de fondo a los efectos deletéreos de la rutina y a la tiranía de las convenciones escénicas que terminan por aniquilar la verdadera creatividad personal.
El elenco en general hace un trabajo excelente y muestra un dominio sorprendente de los más variados recursos de la comicidad, contaminada en ocasiones del más delirante histrionismo. Cada uno por separado, en un remedo del más difícil todavía circense tiene, por así decir sus pequeños momentos de gloria, como el hilarante ataque de llanto de Víctor (Jordi Oriol), la descacharrante escena de la muerte por asfixia -léase garrote vil- que protagoniza René (Marc Rodríguez), la melopea de Francesca (Mamen Duch), el pintoresco Julio César de Salvador (Albert Ribalta) o las “desgarradoras” escenas de dolor de Amalia (Carme Pla) que sin tener cadáver al que aferrarse se abraza a lo primero que encuentra a mano. Por no mencionar la escenas finales, en las cuales, emulando ya a personajes concretos, se interpelan, se ayudan, se estorban, se corrigen, se apuntan unos a otros o duplican los papeles intentando arrebatarse el protagonismo y perdiendo incluso el control de sí mismos en un fin de fiesta verdaderamente antológico.
Gordon Craig.
Premios y castigos. Teatro de la Abadía.
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