De René Pollesch.
Con: Katja Bürkle, Benny Claessens, Sandra Hüller y Kristof Van Boven
Müncher Kammerspiele.
Dirección: René Pollesch.
Madrid, Teatro Valle-Inclán.
Reflexionando sobre algunos espectáculos de este inicio de temporada -sin ir más lejos los dos últimos reseñados aquí mismo: En el desierto, de Chevi Muraday y Los nadadores nocturnos,
de Manuel Mora- uno cae en la cuenta de cuánto esfuerzo le está
costando al teatro llevar a cabo la profunda transformación estética que
otras artes afines culminaron con éxito hace ya lustros. El proceso,
iniciado en la época de las Vanguardias de entreguerras se aceleró con
la aparición del cine y de la fotografía. El desarrollo fulgurante de
estos nuevos medios técnicos de reproducción de la realidad que entraban
en competencia con él llevaron al teatro a una toma de conciencia, a un
proceso de indagación acerca de su especificidad como arte que no ha
terminado todavía y que se ha configurado desde entonces como uno de los
ingredientes “temáticos” -dicho sea con todas las reservas- más
recurrentes en las múltiples formas y manifestaciones de lo que la
crítica ha venido a denominar el “teatro posdramático”.
Digo esto porque, precisamente en el montaje -soberbio- de la
Kammerspiele muniquesa que comentamos, esa reflexión metateatral se
constituye en el único elemento significante claramente discernible en
torno al cual se aglutinan de manera un tanto caótica los restantes
componentes del espectáculo, escenas inconexas, aristas o perfiles
inconclusos de esa lúcidamente irónica visión de ciertos tópicos y
obsesiones del hombre contemporáneo que el montaje recrea. Visión
irónica y desencantada pero no por ello carente de humor. ¡Ah!, y
totalmente ayuna de moralina, lo que hace la atmósfera de este
espectáculo totalmente respirable (¡pese a la “toxicidad” de la que
permanentemente se acusan los personajes!) y liberadora de cualquier
tipo de complejo de culpa, ese espantajo que enarbolan a veces los
creadores para fustigar nuestras conciencias.
Se ha dicho que el teatro de Pollesch es provocador, pero en este
montaje la provocación no es tanto el efecto de un discurso enfrentado
radicalmente a la ideología, a las costumbres, a la sensibilidad o la
moral dominantes entre los espectadores sino que va dirigida a sus
hábitos perceptivos. La desjerarquización, la carencia de organicidad,
de una trama y de un hilo conductor que articule nuestras percepciones
nos lleva a una suerte de parálisis a la hora de establecer un sentido
univoco. Hay como un permanente desafío a las reglas más elementales de
la percepción, empezando por la disociación que se crea entre el atuendo
absurdo de los personajes y su actividad; personajes que parecen
sacados de un rodeo tejano, pero que en lugar de beber cerveza y bailar
música country, fuman sin parar, atropellándose unos a otros frente a la
primera fila del proscenio y quitándose la palabra -como si
participaran en un “reality show” televisivo- mientras se enzarzan en
interminables disquisiciones pseudofilosóficas sobre la identidad, el
vacío existencial, las emociones, los efectos del consumo ... ,
codificadas en una mezcla inextricable y torrencial de expresiones
banales o pretenciosas, de citas eruditas y de observaciones capciosas.
Quizá esa plétora esconde el propósito intencionado -como quería
Müller- de saturar literalmente al espectador para que no pueda procesar
todos los signos plásticos y visuales, simultáneos, que se le asaltan
desde la escena y que nos impiden, por así decirlo, obtener datos
definitivos acerca del sentido de lo que vemos y oímos (“apropiación
pospuesta” de sentido, llama a esta estrategia H. T. Lehmann)
sumiéndonos en un estado de provisionalidad e incertidumbre; o quizá es
un mero método de extrañamiento, como entendían los formalistas los
procedimientos del lenguaje poético, para llevar nuestra atención hacia
la forma misma, hacia la materialidad de los elementos escenográficos,
de la luz, del sonido, de la oralidad y del cuerpo del actor y de toda
su potencia gestual. Porque a lo que no cabe sustraerse de ninguna
manera es a la presencia física real, tangible, autosuficiente, de los
actores rehusando a cualquier significación o representación de otra
cosa que no sean ellos mismos, negándose a convertirse ni siquiera en
vehículo de las emociones de los espectadores. (véase la queja explícita
de Benny Claessens dirigiéndose directamente al público).
Con un humor desprejuiciado, grotesco, que traspasa incluso las
infranqueables fronteras del idioma alemán, estamos ante un espectáculo
original, intenso, pletórico de fuerza y dinamismo, de imágenes de gran
impacto visual y de innegable contenido simbólico sobre el hecho teatral
(reveladora, por ejemplo, es la imagen de los cuatro actores
convertidos literalmente en desperdicios desplazados del escenario a la
platea como si fueran arrojados a un vertedero), que divierte al
espectador mientras pone en cuestión sus hábitos perceptivos y le alerta
sobre sus prejuicios estéticos.
Gordon Craig.
Gasoline bill. Una mirada al mundo. CDN.
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