De Juan Mayorga.
Con: Alicia Hermida, Luisa Martín, Elena Rivera y Ramón Esquinas.
Escenografía y vestuario: Elisa Sanz.
Dirección: Juan José Afonso.
Madrid. Teatro María Guerrero.
El arte de la entrevista se inscribe claramente, con Hamelin, Animales nocturnos o El chico de la última fila
en un ciclo de obras que podríamos englobar bajo la etiqueta genérica
de dramaturgia de la intimidad o de la privacidad. Frente a sus grandes
obras de teatro político, como El jardín quemado (¿a qué espera el C.D.N para programarla?), Cartas de amor a Stalin o Himmelweg, o a sus parábolas histórico-críticas, como La tortuga de Darwin, Copito de nieve o La paz perpetua,
estas obras se plantean como una indagación acerca de las motivaciones y
resortes del comportamiento de las personas dentro del ámbito más
inmediato de relación con los demás: la familia, la vecindad o el
círculo de amigos y conocidos. En la obra que comentamos, en particular,
excepción hecha de Mauricio (un “intruso”, como Claudio en casa de
Rafa, en El chico de la última fila), los restantes personajes
mantienen entre sí las más estrechas relaciones de parentesco: son, de
hecho, nieta, madre y abuela. Y si en las obras mencionadas, el centro
de interés giraba en torno a la problemática de la infancia, la
adolescencia o la edad madura, aquí el foco se pone en la vejez y en la
decadencia física, la soledad, el abandono y hasta el oprobio -me
atrevería a decir- que lleva asociados, en una época como la nuestra en
que “lo joven” tiene socialmente la consideración del valor supremo.
La comparación con El chico de la última fila es inevitable
porque, de nuevo, un trabajo escolar funciona como desencadenante y
catalizador de la acción, y como mecanismo o artificio “distanciador”
-si puede decirse así-, brechtiano. Allí era un trabajo de redacción
para la clase de Literatura, aquí una entrevista grabada en video para
la clase de Filosofía. Allí la realidad y la escritura complementándose,
retroalimentándose; aquí la vida, el presente y el pasado oculto
-ocultado, reprimido- y su “espectacularización” en forma de
videograbación. Y las virtudes casi mágicas de un artilugio en
apariencia inocuo pero cuya mera activación desencadena en los
personajes un extraño comportamiento, diferente, cuando se está delante o
detrás del objetivo: en el segundo supuesto, un poderoso frenesí
inquisitorial por descubrir la verdad, en el primero una suerte de
benéfica complacencia en confesarla, en poner, como se dice
coloquialmente, las cartas boca arriba.
Y ninguno de los tres personajes, -de los cuatro, porque Mauricio
también participa en esa especie de “reality” orquestado en torno a la
entrevista programada inicialmente por Cecilia- es inmune a esta nueva
emoción, a esa sensación de poder que se experimenta al romper el
silencio en que los otros se refugian para soportar su existencia.
Alternativamente delate o detrás de la cámara, encontrarán todos la
ocasión de escudriñar en la intimidad ajena y de exponer la propia en un
juego que se va volviendo cada vez más peligroso.
A la obra le cuesta trabajo arrancar. En realidad no empezamos a
tomarnos en serio la historia hasta que la abuela, contrariada,
rectifica enérgicamente a Cecilia el título de una de sus películas
favoritas, o hasta que el tono de su voz delata la profunda huella de
sus recuerdos. Ahí comienza a supurar la dolorosa herida que Rosa
todavía no ha conseguido cicatrizar y a emerger su carácter indomable y
su sentido de la realidad, que se acaban de manifestar en la forma en
que bromea con Mauricio acerca de la elección de sus pacientes, o en
cómo le impone el tenor de las preguntas de una entrevista que ahora
está decidida a continuar con él, posiblemente porque se le agolpan los
recuerdos y no quiere perder la oportunidad de darlos salida. A partir
de ahí la dinámica de la acción se hace más evidente y, con algún
impasse esporádico, la obra empieza a rodar en un intenso crescendo hasta el desenlace que, obviamente, no voy a revelar.
Estamos ante una puesta en escena sobria y una ambientación realista
acordes con el espacio físico sugerido en las acotaciones escénicas (el
jardín anejo a la vivienda familiar) y acordes también con un texto que
no parece necesitar para su escenificación de ningún alarde técnico y
que todo lo fía al poder de la palabra; aunque quizá por eso también
plantee un mayor grado de exigencia artística a los actores. Cabe
apresurarse a decir que, en general, satisfacen esa exigencia, sobre
todo Alicia Hermida que borda un papel, el de Rosa, que parece hecho a
su medida. Sorprende su energía y determinación al reivindicar sus
recuerdos y emociona su desvalimiento en los momentos de enajenación, o
en los que se entrega con fruición a rememorar el pasado. Cuando está en
escena es como un potente polo de atracción a cuyo alrededor giran los
demás personajes, como un foco que irradia una luz especial sobre ellos y
los vivifica. Elena Rivera es una desenvuelta aunque un tanto
inadaptada Cecilia. Sin aspavientos, con el punto justo de rebeldía
adolescente, modela un personaje de compleja psicología llena de dudas e
inseguridad. La aventura de su abuela le afecta porque quizá ella
todavía no ha acabado de digerir la separación de sus padres. Desde este
punto de vista, su vis a vis con Mauricio es una escena muy
esclarecedora. Ramón Esquinas por su parte hace un espléndido trabajo en
el papel de Mauricio: un pintoresco y un punto enigmático secundario
propio de la factoría Mayorga; me recuerda alguno de los muchos
personajes una tanto desclasados de Paloma Pedrero que van a su aire,
sin ambiciones, enrollados, entre buscavidas y ángeles custodios. Parece
que Cecilia le ha calado cuando le espeta que “se le da bien seguir la
corriente”. Su entrada en escena, como hemos dicho arriba, insufla un
chorro de aire fresco, que la obra estaba necesitando en ese indeciso
arranque. El personaje de Paula (Luisa Martín) quizá esté necesitado de
un mayor esfuerzo de definición, entre el empuje de Cecilia y el sólido
poso humano de Rosa y de las simpatías que ésta despierta parece un
tanto desdibujado.
Gordon Craig.
CDN. El arte de la entrevista.
1 comentario:
Un gran texto, muy de actualidad. Mayorga pone de relieve que muchos de nosotros no contamos lo que sentimos, lo que nos preocupa, a las personas que tenemos delante, quizás porque no nos preguntan; pero sí que somos capaces de hacerlo delante de una cámara, o tras la pantalla de un ordenador en una red social.
Muy buen trabajo actoral: brillante Alicia Hermida, una grata sorpresa Elena Rivera, sobresaliente Ramón Esquinas, que aporta energía desde que pisa el escenario, y una Luisa Martín, quizás, un poco fuera de sitio.
Los únicos peros: la falta de ritmo en algunas ocasiones, algo que seguro se habrá corregido, y el escaso protagonismo que da el director a la cámara de vídeo, un elemento fundamental en el texto, y al que se podía haber sacado algo más de partido.
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