Texto y dirección: Juan Mayorga. Inspirado en el libro de La
vida, de Santa Teresa de Jesús.
Compañía: “La loca de la casa”.
Con: Clara Sanchís y Pedro Miguel Martínez.
Vestuario y escenografía de Alejandro Andujar. Iluminación: Miguel
Ángel Camacho.
Alcalá
de Henares. Corral
de Comedias.
Bulgakov, en Cartas de Amor a Stalin; Cervantes,
en Lengua de perro; Alberti, en Sonámbulo; Valle-Inclán, en Legión;
y ahora Teresa de Jesús, en esta sorprendente La lengua en pedazos.
Cuando tantos abominan de la tradición y del pasado y pretenden abolir la
primera en nombre de la libertad del artista o convertir el segundo en
arqueología, o manipularlo en su interés, o clausurarlo definitivamente
convirtiéndolo por decreto en “memoria histórica”, Mayorga persiste en su propósito de abrirlo
una y otra vez y someterlo a nuevas interpretaciones a través del diálogo franco y sin prejuicios con los testigos de
excepción de ese pasado y con las obras más valiosas de nuestro legado
cultural. Testigos, todo hay que decirlo que, en virtud del elevado sentido de
su quehacer artístico y de su compromiso ético -que van más unidos de lo que a
primera vista pudiera parecer-, resultaron incómodos al poder, constituyeron un
desafío permanente a su inmovilismo y a sus estrategias de dominación
ideológica.
Teresa de Jesús, es desde este punto de vista un ejemplo
paradigmático de rebeldía femenina en un mundo de hombres y de disidencia
espiritual en un mundo dominado por la férrea ortodoxia católica y atemorizado
por los guardianes de esta ortodoxia: los tribunales del Santo Oficio. De ahí
que esta ficción del encuentro de Teresa con el inquisidor Salazar entre las
cuatro paredes del convento de San José que dramatiza la obra que comentamos
resulte tan verosímil y estimulante. Un encuentro supuesto pero que muy bien hubiera
podido tener lugar en la realidad habida cuenta de los antecedentes familiares
de Teresa (su abuelo había sido un judío converso investigado por el Santo
Oficio), de su propia actitud rebelde contra la jerarquía eclesiástica y de sus
escritos, de más que probable inspiración iluminista en una época, los albores
del siglo XVI, en la que la ortodoxia contrarreformista se trataba de imponer
en España a sangre y fuego; una larga conversación, como digo, que se convierte
en una suerte de proceso inquisitorial en el que la vida y la obra de Teresa
son sometidas a un riguroso escrutinio no exento de añagazas y trampas
dialécticas, de animosidad, de reproches y de amenazas . Pero todo será inútil:
una y otra vez las razones del inquisidor se estrellan contra un muro de
sentido común, de convicciones arraigadas y de una fe inconmovible, mientras su
discurso lógico discursivo se enfrenta en desigual combate con las imágenes
deslumbrantes, el verbo encendido y la palabra transfigurada de la santa
andariega.
Quienes
pudimos asistir a la lectura dramatizada de la obra realizada en el salón de
actos del Ateneo de la calle del Prado el 27 de marzo de 2011, tenemos la
fortuna de constatar como ha crecido el texto desde entonces, no tanto en su
contenido como por lo que se refiere a su articulación dramatúrgica. Se han
enriquecido si cabe los términos del conflicto y ha crecido sobre todo la
figura del inquisidor, que tiene más espesor psicológico, si puede decirse así;
aparece más explícita su soberbia, le vemos más
herido en su orgullo que contrariado por razones de índole doctrinal;
habla más en primera persona que como representante del Santo Oficio llevando el
enfrentamiento con Teresa a un terreno más personal.
Con una puesta
en escena de extrema sobriedad, ayuna de símbolos ostensibles de la fe y de la
vida conventual (cruces, vitrales, humo de incienso o vestiduras talares) el
combate se dirime exclusivamente en el plano dialéctico y con las únicas armas
de la palabra que cobra una especial relevancia. Sólo la iluminación, con
marcados cambios de tono e intensidad y unas leves notas de chelo o de piano
anuncian las transiciones o refuerzan la intensidad de los climax. Cabe
decir asimismo que la dirección es
atinada; coadyuva a clarificar con ayuda de las escasas acciones físicas y del
movimiento escénico (parco, en general) las distintas fases por las que
discurre el encuentro-interrogatorio, administrando juiciosamente la progresión
de la tensión dramática.
Respecto a
los actores, a los que vimos particularmente concentrados -y hasta cómodos,
diría yo-, en el marco íntimo y venerable del Corral de Comedias alcalaíno, hay
que subrayar su entrega y su pasión. Su tarea hercúlea -¿me está permitido
decirlo así?- es sólo comparable con el ambicioso empeño de reelaboración
formal del texto de Santa Teresa que Mayorga ha llevado a acabo a lo largo de
un proceso todavía incompleto y en el que ellos mismos parecen haber jugado un
papel activo. Pedro Miguel Martínez presta al inquisidor Salazar, el talante
altivo, inclemente y un tanto vanidoso de un guardián de la ortodoxia; correcto
y de maneras educadas, su mansedumbre apenas si pueden ocultar su orgullo y su
soberbia. Frío y calculador, mide siempre cuidadosamente sus palabras; lo único
que no soporta es verse contrariado por una mujer a la que menosprecia aunque
su tono y ademanes denotan un esfuerzo consciente por dominarse a sí mismo. La
Teresa de Clara Sanchis es un ciclón; es toda pasión y vehemencia al
reafirmarse en su fe sincera; conmueve hondamente al rememorar su enfermedad y
su decaimiento extremo y se transfigura en el relato de sus visiones y de sus
efusiones místicas. Asusta su seguridad en sí misma, asentada en sus
convicciones profundas y en la serenidad y la calma que trasmite su respiración
sosegada y su hablar mesurado. Pero también es la viva imagen de la firmeza y
de la determinación con la barbilla levantada, los labios apretados y la mirada
desafiante. A través de sus manos prodigiosas, de la expresión de su rostro y
de la modulación de la voz puede dar cauce al torrente caudaloso de emociones
contrapuestas que sacuden su espíritu.
Gordon
Craig.
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