De Fernanda Orazi.
Con: Ana Lischinsky, Guadalupe
Álvarez, Rafael Delgado, Eva Chocrón, Juan Branca, Lucio Baglivo, Pilar Ureta,
Alicia Calôt, Sebastián Asioli y Mey-Ling Bisogno.
Compañía El rumor. Dirección: Fernanda Orazi.
Madrid
Sala Cuarta
Pared.
En esta nueva
entrega y desafiando las brutales embestidas de la crisis, que se está cebando
sobre todo con los sectores más vulnerables del teatro como son las salas
alternativas, Fernada Orazi se encierra literalmente -empleando un símil
taurino, ahora que estamos en plena isidrada- nada menos que con diez actores
(cuatro actores y seis actrices de casta) para participar en una indagación
sobre el ser del teatro y sobre la naturaleza de la actuación, pero también, y
principalmente, diría yo, sobre la naturaleza del lenguaje y del pensamiento;
en una reflexión acerca del “nombrar” como actividad cognitiva y verbal ligada
a la creación de identidad. “Pensar en alguien ¿es hacerlo existir?” -exclamará
en cierto momento uno de los personajes-, “¿existe ese alguien antes de que yo
lo nombre?”. Un “nombrar” que como en los versos de José Hierro en Cuanto sé
de mí es un “nombrar perecedero”, contingente, sometido a las veleidades
del tiempo: No tengo miedo a nombraros/ ya con vuestros nombres, / cosas
vivas, transitorias. / (unidas sois un acorde / de la eternidad; dispersas /
-nota a nota, nombre a nombre, / fecha a fecha-, vais muriendo / al son del
tiempo que corre).
El caldo de
cultivo -el background, para emplear un término de la jerga actoral- que
subyace a este texto en el que lo obvio se vuelve absurdo es el de la
provisionalidad, la incertidumbre y la creciente complejidad y reflexividad en
la percepción y construcción de nosotros mismos, y su leit motiv desvelar los
arcanos de la verdadera identidad del individuo, la posibilidad de su
desdoblamiento, fragmentación, metamorfosis, alteridad, ... De hecho, la obra
comienza con una rotunda afirmación que parecería tautológica si no obedeciera
a un temor real a la alteridad, a la necesidad perentoria de autoafirmación
ante una identidad difusa y evanescente: “Nosotros somos diez personas que
estamos aquí”. Y termina con la expresión vehemente del deseo de certezas para
escapar de esos “espacios de extravío” (Trías) en que se han convertido
nuestros otrora universales conceptuales y referentes éticos: “¡¡Algo tiene que
ser verdad permanente!!”, gritan con vehemencia y desesperación.
Se trata de
una pieza coral, de geometría variable, donde el movimiento escénico se acopla
y se amalgama con el flujo de un diálogo sometido a continuas distorsiones de
lo que entendemos por un intercambio verbal convencional: repeticiones,
réplicas en eco, silencios y agrupamientos cambiantes de interlocutores
interpelándose sin cesar y saliendo de una escena para ingresar en otra
distinta sirviéndose de una plétora de recursos de una oralidad por lo general
rica y creativa que provoca el beneplácito, la carcajada y hasta la hilaridad,
pero que en ocasiones se resuelve en una retórica en exceso solipsista y
ensimismada.
En general
advertimos un solvente trabajo actoral y una rigurosa labor de dirección. El
público del estreno, supongo que gente de la profesión o connaisseurs,
acompañó el discurrir del espectáculo con incontenido regocijo. Ignoro si un
público menos predispuesto al halago responderá de la misma manera, aunque
desde luego, en todas las escenas, o ensayos de supuestas escenas, en las que
se articula la pieza encontrará momentos para disfrutar de la capacidad de
invención de la autora, del buen trabajo de los actores y de momentos de
genuina intensidad poética.
Gordon Craig.
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