miércoles, enero 03, 2018

TEATRO. Veinticuatro horas de la vida de una mujer. ¡Hagan juego!


Autor: Stefan Zweig.
Dramaturgia: Cristine Khandjian y Stéphane Ly-Cuong.
Dirección y adaptación al español: Ignacio García.
Con: Silvia Marsó, Felipe Ansola y Víctor Massán.
Música: Sergei Dreznin.
Dirección Musical: Josep Ferré.
Piano: Carlos Calvo Tapia; Violín: Silvia Carvajal; Violonchelo: Irene Celestino Chico.
Escenografía y vestuario: Antonio Martín Burgos y Ana Garay.
Teatro de La Abadía. 29 de diciembre de 2017.



Tributaria de El jugador, de Dostoievski, Veinticuatro horas de la vida de una mujer retrata también los efectos devastadores de la adicción al juego, esa pasión funesta y esclavizadora que puede llegar a anular la voluntad y a supeditar toda nuestra vida y esperanzas al azar de la ruleta.

La historia, la tragedia de un joven estudiante polaco que, tras una buena racha en las carreras de caballos decide probar suerte sin éxito en el casino, adquiere un brillo especial y se enriquece con inusitada gama de matices vista a través de la mirada penetrante y atormentada de una mujer madura, particularmente sensibilizada para detectar el dolor ajeno por haber experimentado recientemente una desgracia familiar que la ha afectado profundamente.

Buscando emociones fuertes que la distraigan de la soledad y postración en la que se halla sumida tras la muerte temprana de su marido, la protagonista, de vacaciones en la Riviera francesa, viene a parar al casino de Montecarlo. Mientras observa las reacciones de los jugadores ante los vaivenes de la cambiante fortuna se ve arrastrada por una misteriosa e irresistible fuerza que la lleva a vincular su destino al del desdichado muchacho y a vivir junto a él esa misma noche una intensa y perturbadora experiencia amorosa. Una noche, como explica la propia protagonista “llena de lucha, y de palabras, de pasión y de cólera, de odio y de lágrimas, de promesas y de embriaguez que pareció haber durado mil años.”

Los autores de la adaptación para la escena Cristine Khandjian y Stéphane Ly-Cuong, rescatan lo esencial de una historia construida sobre todo de sentimientos y emociones: la sobreexcitación del jugador (Felipe Ansola) hipnotizado por el girar de la ruleta y la nerviosa agitación de sus manos; su desesperación y su decisión irrevocable de quitarse la vida como única salida a la traición y al deshonor; su apatía fatalista, su talante ante la actitud comprensiva de la mujer, ora solícito, ora malhumorado y esquivo, o su sincero arrepentimiento ante el altar de la pequeña capilla. Ella por su parte (Silvia Marsó) se nos muestra debatiéndose en una lucha encarnizada entre los dictados de su conciencia, los de su corazón y los de su voluntad determinada a apartar del abismo al muchacho. Atormentada, confusa, basculando de la exaltación a la impotencia o el desencanto; ilusionada, animosa y entregada -como una segunda Madame Bovary-, con una suerte de fruición entre masoquista y voluptuosa a la exploración de las zonas más turbias y profundas de lo humano.

Concebida como una ópera de cámara, la música en directo de un trío de violín piano y violonchelo subraya la intensa emotividad de los pasajes cruciales de la peripecia de los protagonistas, coadyuva a crear la atmósfera de misterio, entre la ensoñación y la pesadilla, que envuelve la acción a la vez que potencia ese halo de nostalgia de aquellos momentos de emoción y riesgo vividos por la mujer, que ahora, en su madurez intenta rescatar de las brumas del pasado con la finalidad de apaciguar su conciencia. A ello contribuye no poco una eficaz puesta en escena y ambientación evocadora de los glamurosos salones de juego, de la actividad febril de los crupiers, pero también de la luz mortecina de los faroles del puerto o del hotelucho de mala muerte donde se cobijan para pasar la noche.

Es un hallazgo, también, la figura que “sustituye” al personaje a quien, en el texto original, cuenta su historia la protagonista. Se trata de un personaje, el Hombre (Víctor Massán), que es botones de hotel, jefe de estación, …, pero sobre todo actúa como una suerte de maestro de ceremonias que dirige la acción y cuya gesticulación, comentarios jocosos y apelaciones directas al público marcan una cierta distancia irónica que sirve de contrapunto o de freno al exceso de sentimentalidad del relato.

Un buen trabajo de conjunto, en fin, llevado a buen puerto por la mano diestra de Ignacio García, director del espectáculo y por un espléndido trabajo de actores e intérpretes. Una nueva fórmula que parece haber conectado con el público que abarrota noche tras noche la sala y que ha llevado a la productora a prorrogar el espectáculo hasta la primera semana de enero.

Gordon Craig.

Veinticuatro horas en la vida de una mujer. Teatro de la Abadía.

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