domingo, septiembre 11, 2016

TEATRO. Nada que perder. "La corrupción: esa lacra social".

Autores: QY Bazo, Juanma Romero y Javier García Yagüe.
Con: Marina Herranz, Javier Pérez-Acebrón y Pedro Ángel Roca.
Dirección: Javier García Yagüe.
Madrid. Sala Cuarta Pared.


El teatro es el arte social, comunitario, por excelencia. Y un teatro que se precie no podría, no puede, permanecer ajeno a la realidad social en la que se desarrolla y de la que se nutre. Dicho lo cual, casi parece una obviedad añadir que debe de ocuparse de la corrupción, de esa charca insalubre y putrefacta que, como “la Nada” de La historia interminable, se extiende imparable amenazando con engullirnos a todos en sus aguas corrompidas y en sus vapores mefíticos.

Nada que perder (estrenada con notable éxito de crítica y público la pasada temporada) encara con valentía esta “enfermedad” que, aunque no es nueva, parece haberse hecho endémica dentro de la esfera de lo público, de la política, irradiando desde ahí sus efluvios deletéreos al ámbito de la esfera privada, profesional y de las relaciones personales. Y la basura de atrezzo como principal elemento escenográfico, ora amontonada en bolsas de plástico por efecto de una huelga de los operarios de la limpieza, ora desperdigada por el suelo, tras el intento fallido de eliminar pruebas - dosieres, contratos amañados, concesiones administrativas irregulares, billetes de dinero negro producto de cohecho o de operaciones fraudulentas, etc, etc,- tras un incendio provocado en los aledaños de la oficina de intervención municipal, constituyen una vívida metáfora de esa gravísima lacra social.

Pero la obra no se queda en el mero retrato de unos hechos o comportamientos deleznables de unos tipejos capaces de pasarse por el forro desde un acuerdo de confidencialidad hasta el juramento hipocrático; de funcionarios venales dispuestos a venderse por un viaje a Punta Cana, de abogados arribistas y sin escrúpulos o de concejales corruptos, sino que indaga en la dimensión personal del problema por el procedimiento de llevar a los personajes a situaciones límite, como los casos de desahucio inminente, de extrema pobreza o exclusión social, de chantaje emocional en el trabajo, ... , a unas condiciones de vida, en suma, tan desesperadas que inducen a los personajes a pensar, como reza el título de la obra, que ya “no tienen nada que perder”, y que por consiguiente cualquier respuesta es válida para enfrentarse a la injusticia, incluso los comportamientos más antisociales.

De estructura fragmentaria, la obra no posee un desarrollo lineal del argumento al uso sino que se articula en múltiples cuadros o escenas superpuestas donde tres únicos actores dan vida a diversos personajes, integrantes de una tupida red clientelar, en situaciones en apariencia aleatorias a las que unifica un sólido nexo de causalidad: contexto-acciones-consecuencias, en un crescendo de intensidad dramática que culmina con la escena del interrogatorio final del supuesto autor del crimen del zoo, interrogatorio convertido en una auténtica sesión de tortura psicológica y de lavado de cerebro.

Lo que pierde la obra en concentración e intensidad al no circunscribirse en un caso concreto lo gana en amplitud del paisaje abarcado por la denuncia y en diversidad de tonos y acentos, lo que permite, a su vez, a los interpretes explorar una multiplicidad de registros y enriquecer la teatralidad del espectáculo. Me quedo con la radical mutación que lleva a Marina Herranz de la rabia y la decepción de la hija adolescente defraudada por su padre al perfil de fiera acorralada de una soberbia, engreída y despótica gerente de una empresa de “gestión de residuos” cuyos tejemanejes están a punto de sentarla en el banquillo.

Estupenda también la recreación que lleva a cabo de esa pintoresca figura de madre de ascendencia humilde, solícita, dominante, un punto cazurra y escasa de luces instigando al alma cándida de su hijo (Pedro Ángel Roca), concejal, por más señas, al ejercicio del nepotismo como si fuera la cosa más natural del mundo. El ya citado Pedro Ángel Roca recrea asimismo, quizá con un exceso de vehemencia, a un desorientado e inmaduro posadolescente y encarna con notable desenvoltura a una curiosa y chusca versión moderna del Cobrador del Frac (“Cobrador del Jubón, más bien), en una excesiva trasposición a nuestros días de la figura cervantina del recaudador de impuestos). Javier Pérez-Acebrón tiene también su protagonismo como escéptico, desencantado y patético profesor de Filosofía y como ese pobre funcionario desterrado a las tinieblas exteriores, anulado literalmente como persona por no avenirse a los enjuagues y corruptelas de sus compañeros de negociado.

Gordon Craig.


No hay comentarios: