sábado, enero 16, 2016

TEATRO. Cocina. "Llama un inspector”.

De María Fernández Ache.
Con: Sonia Almarcha, Bruno Lastra, Luis Marínez-Arasa y Manuel Solo.
Voces: María Fernández Ache, Mamen Camacho, Pilar Castro, Mercedes Castro y Cristóbal Suárez.
Escenografía y vestuario: Esmeralda Díaz.
Dirección: Will Keen.
Madrid. Teatro María Guerrero, sala de la Princesa.



Tiene esta inquietante pieza de María Fernández Ache no pocas concomitancias con Llama un inspector, del dramaturgo británico J. B. Priestley, de ahí que haya tomado el título prestado para encabezar esta reseña. Amén de otras menudencias relativas al desarrollo de la acción a partir del momento en que la policía toma cartas en el asunto, que hacen que la obra de la actriz y dramaturga gallega adquiera una fisonomía de trama casi policial, lo esencial de la pieza, como en la de Priestley, es su declarado sesgo de critica social. En la línea de Ibsen y sus continuadores, Buero y Sastre, entre otros, por estos pagos, María Fernández Ache hace un incisivo retrato de una cierta clase media acomodada moralmente podrida bajo una aparente fachada de respetabilidad, a la vez que indaga, como hacía Priestley en la obra citada, en las relaciones entre la ley y la moralidad. La diferencia es que si en la obra dramaturgo británico al menos en los personajes más jóvenes, los hermanos Eric y Sheila Birligng se mostraba un resto de arrepentimiento, y por tanto quedaba un resquicio de esperanza en el hombre, en la obra de nuestra compatriota se ha consumado totalmente el proceso de corrupción moral. Y no digo más por no “destripar”, como se diría vulgarmente, el argumento y privar a los posibles espectadores del placer de descubrir por sí mismos el desenlace de la obra.

Toda la acción se desarrolla en una cocina tan lujosamente equipada que daría envidia a los mismísimos concursantes de Master Chef, y que da una idea de la próspera situación económica y por ende del estatus social de sus dueños, Antonio y Emma, y de sus invitados. Por cierto, este matrimonio, los anfitriones y protagonistas de la obra son casi los únicos personajes in praesentia, porque gran parte de la acción trascurre en el salón contiguo a la cocina durante la celebración de una cena de amigos y cuya animada conversación sobre lo divino y lo humano nos llega nítidamente a través de la puerta de la estancia. Cocina que además de espacio real de la acción posee un sentido metafórico, como lugar en el que se fraguan, se “cuecen”, las decisiones importantes, donde se ponen al descubierto las verdaderas intenciones de los personajes; lugar propicio para la sinceridad, para la liberación de las emociones reprimidas (como en la cocina del barón en La señorita Julia de Strindberg), frente al salón, que es el espacio simbólico de la simulación y de la hipocresía, donde hay que mostrarse civilizado y cuidar los modales y las normas de cortesía, como en el salón de la viuda marquesa de Andrade, por ejemplo, de Insolación, de Pardo Bazán, (aquí mismo, puerta con puerta, en el teatro María Guerrero) y como en tantas y tantas reuniones de sociedad como ha retratado el teatro realista.

Mientras la conversación se va animando y subiendo de tono estimulada por frecuentes y copiosas libaciones, en las salidas a la cocina de Antonio y de Emma a por viandas o bebidas, su intercambio de gestos y palabras revela las primeras fisuras de lo que parece una relación idílica de ambos entre sí y respecto a sus invitados y se atisban las líneas de fuerza del conflicto que está a punto de estallar con toda su virulencia. Y el desencadenante -el grado de engreimiento y de impostura de Cristóbal, director de la editorial en la que trabaja Antonio, llega a hacerse insufrible en su perorata sobre filosofía taoísta-, es lo de menos, es tan aleatorio como absurda e incomprensible es la decisión de Antonio para terminar de una vez una velada que le está resultando insoportable. A partir de ese momento y de las fatales consecuencias que acarrea este acto impremeditado y pueril los personajes son llevados al disparadero: ahora si que vamos a descubrir, a lo largo de un endiablado tour de force perfectamente articulado, cual es la verdadera naturaleza de la relación de la pareja y cuales son las motivaciones ocultas que les impulsan a comportarse como lo hacen.

Esa exploración, minuciosa, -quizá excesiva y artificiosamente compartimentalizada por el calendario- ofrece, en cualquier caso, un amplio margen para el trabajo actoral y de dirección que unos y otro, naturalmente aprovechan. Will Keen, el director, dosifica con acierto los clímax y el tono de las múltiples microescenas en las que se estructura la obra y maneja a la perfección el complejo engranaje de contestadores automáticos y llamadas telefónicas, sorteando con fortuna esa excesiva compartimentalización a la que hacíamos referencia antes y la rigidez impuesta por la sucesión de “desayunos” y “cenas” que se hace irremediablemente reiterativa. Manuel Solo compone un Antonio timorato, apocado y sin ambiciones, sólo se crece, como los toros de lidia, cuando recibe el castigo bajo la forma de una lluvia fina de reproches de su mujer; y entonces explota descargando toda su ira contra ella, en una escena de altísima tensión dramática. Sonia Almarcha, por su parte construye una Emma egocéntrica, fría, metódica y calculadora; tras sus modales exquisitos y su aparente fragilidad se esconde una alumna aventajada de lady Macbeth, oportunista y taimada moviendo los hilos en la sombra hasta lograr satisfacer su ambición. A veces resulta difícil separar lo que debe su comportamiento a su natural amable y compasivo o a sus artes de experta manipuladora. Consigue mantener siempre la ambigüedad respecto a su conocimiento o desconocimiento del verdadero autor de la fatídica llamada, coadyuvando con ello a acrecentar la intriga, otro de los principales ingredientes de la obra.

Gordon Craig.

CDN. Cocina.

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