De José Manuel Mora.
Con: Joaquín Hinojosa, Esther
Ortega, Paloma Díaz, Miranda Gas, Jorge Machín, Óscar de la Fuente,
Alberto Velasco, Alberto Jo Lee y Ricardo Santana.
Coreografía y espacio escénico Carlota Ferrer.
Dirección: Carlota Ferrer.
Madrid. Naves del Matadero.
El personaje ha muerto ¡Viva el personaje! Es el sino de una cierta
dramaturgia posbrechtiana y postbeckettiana (o posmoderna): escribir
para el teatro desde el presupuesto estético de que el “personaje” ha
muerto (Fuchs, 1983). Sin ir más lejos, en la obra que comentamos se
alude a ello explícitamente; y sin embargo, aquí y allá y sin pedir
permiso para hacerlo se abre paso la conciencia, el dolor de la
existencia consciente, de unos entes de ficción que, aunque anónimos o
nominados mediante referencias genéricas, y con una identidad
fragmentada y maltrecha, construida a base de deshechos, si se quiere,
-como los “ready made” de Duchamp- son perfectamente reconocibles como
personajes dramáticos.
Más aún, como tales personajes sus historias se entrelazan en una
mínima y sutil trama visible bajo el formato de performance con el que
se presenta el espectáculo en su conjunto. Encuentros fugaces,
aleatorios casi, ligados por la pertenencia de los protagonistas a una
singular “Hermandad de nadadores nocturnos”, un elenco de seres
torturados, lúcidos maníaco-depresivos que bajo el lema “nadar y follar”
tratan de combatir su soledad mientras comparten su amarga experiencia
de la vida, su vértigo y su perplejidad, su nihilismo y una exacerbada
pulsión de muerte y aniquilación. De hecho, en la singularísima
ceremonia de elección del próximo miembro de honor de la Hermandad
-ceremonia que empieza como una gala de entrega de los Óscar y termina
con un orgasmo colectivo al ritmo de un pasaje del Eclesiastés y bajo
los acordes del Requiem de Mozart- los candidatos nominados son todos
ilustres suicidas como Ángel Ganivet, Virginia Woolf, Horacio Quiroga,
Ernest Hemingway o Amy Winehouse.
Estamos ante un texto incisivo, crudo y directo, sin apenas
concesiones a la retórica, estructurado según un complejo sistema de
enunciación en el que se combinan las escenas dialogadas con las
interpelaciones directas al público y con otros pasajes en los que
predomina el discurso narrativo sustentado por múltiples puntos de vista
complementarios, incluida la primera persona. El resultado es una rica
polifonía de voces, acentos y tonalidades, desde la más próxima e
intimista de las complicidades y la confidencia hasta el más violento
exabrupto, como en las interpelaciones de la “Mujer Rota” o del “Chico
Normal y Razonable”. Canciones interpretadas en directo o secuencias
grabadas de antemano completan un variado espacio sonoro que rompe las
fronteras de la mera interpretación verbal de un texto. El movimiento
escénico -espléndido- que ha diseñado Carlota Ferrer, las coreografías
ad hoc para determinadas escenas danzadas y el permanente recurso a la
expresión corporal, más allá de los ademanes naturales que acompañan al
habla, constituyen una auténtica partitura escénica perfectamente
incardinada en el desarrollo de la acción y formando con el texto un
todo unitario y que responde a las exigencias de una poética escénica en
la que los estímulos sensoriales conviven en pié de igualdad con los
estímulos cognitivos.
Los actores están a la altura de la exigencias del texto y del
trabajo corporal, sirven con solvencia y entrega al funcionamiento de
esa máquina significante en que Carlota Ferrer ha convertido la escena
arrastrando a los espectadores a una intensa experiencia compartida del
dolor ajeno: de la vulnerabilidad del “Chico en el Cuerpo Equivocado”,
del terror al rechazo que experimenta el “Chico Paloma”, de la compasión
y la ternura que inspira la “Mujer Invisible” o de la angustia y la
desesperación de la “Mujer rota”.
Gordon Craig.
Los nadadores nocturnos. Teatro de la Abadía.
Los nadadores nocturnos.
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