Texto de Alberto Castrillo-Ferrer.
Con: Carmen Barrantes, Laura Gómez Lacueva, Hernán Romero y Jorge Usón.
Dirección: Alberto Castrillo-Ferrer.
Madrid. Teatro Fernando Fernán Gómez.
Hay mucha mala leche en esta comedia ácida escrita y dirigida por AlbertoCastrillo-Ferrer que recala estos días (hasta el 9 de junio) en la sala pequeña
del Fernán Gómez. No pasan tres minutos (¡qué digo tres minutos, a veces ni
treinta segundos!) sin que las astracanadas, los malentendidos, el ingenio para
la crítica o la mala uva de los personajes nos deparen la oportunidad de
prorrumpir en sonoras carcajadas, pero cuando baja el telón caemos en la cuenta
de que esas continuas (y saludables) carcajadas no buscaban sino ejercer un
efecto tonificante sobre el diafragma y músculos aledaños y prepararlos para el
certero y contundente derechazo directo al plexo solar que constituye el amargo
desenlace.
Se trata de “una historia cotidiana”, se nos dice en el programa de
mano. Con ello se refieren a una historia con personajes del común, tres
parejas de viejos compañeros de clase que se reúnen tras largos años sin verse
para hacer algo tan normal y corriente como es cenar juntos y charlar sobre el
rumbo que han tomado sus vidas. Y por esa circunstancia, por esa cercanía de
los personajes y de sus deseos y ambiciones, en las que nos reconocemos (“... mon
semblable, mon frére.”), el trasfondo de la obra, con su sátira de la
impostura y con la frustración de unos personajes que no aceptan en qué se han
convertido, llega más claro y diáfano al espectador.
Como en el caso de "Rosencrantz
y Guildenstern han muerto", de Tom Stoppard, la acción se desarrolla entre
bastidores. Mientras los invitados disfrutan de la cena y de una larga
sobremesa en el salón de José y Miranda, los anfitriones, a nosotros sólo se
nos permite acceder a lo que ocurre en la cocina, donde ocasionalmente
coinciden algunos de los personajes en busca de viandas, bebida, o para tomarse
un respiro de la atmósfera cada vez más enrarecida que se va generando en el
comedor. Si el salón-comedor burgués es el sancta sanctorun de la
simulación, donde hay que mostrarse civilizado y cuidar los modales y las
normas de cortesía, la cocina parece ser el lugar propicio para la sinceridad,
para la liberación de los verdaderos sentimientos y las emociones reprimidas,
para la confidencia íntima y para el chismorreo, desenfadado o abyecto. Así, a
lo largo de fugaces encuentros de los personajes por separado, fortuitos o
buscados -encuentros que, hay que apresurarse a decir, en contenido y tono
Castrillo-Ferrer administra con notable maestría- vamos recomponiendo el pasado
de los protagonistas y descubriendo su verdadera naturaleza.
Cabe decir que los actores, sin excepción, hacen un
trabajo notable manejando con gran acierto un variado repertorio de resortes
cómicos y melodramáticos y adaptándose a las exigencias de un texto ingenioso y
mordaz y a la tipología de unos personajes que ofrecen un enorme contraste de caracteres.
Ama de casa voluntariosa, abnegada y un punto histérica, frustrada con su vida
en un pueblo perdido de la sierra donde su marido ejerce de veterinario,
Miranda (Laura Gómez-Lacueva) es la viva imagen de una Cenicienta desencantada
tras las campanadas de medianoche. Conmueven su amargura y su resentimiento y
resulta patética embutida en un hortera vestido de fiesta de volantes a juego
con sus zapatos verdes de raso; y resulta patético también su deseo estéril de
agradar a toda costa al marido de su amiga Penélope, movida quizá por un
inconfesable complejo de inferioridad. Jorge Usón borda el papel de Pipo, el
hermano grandote e inmaduro acostumbrado a que se le rían todas las gracias y a
que se le perdonen sus deslices; gorrón sin escrúpulos, sus continuas bromas y
gansadas no acaban de ocultar su cinismo y su desvergüenza. Como Penélope,
Carmen Barrantes da muy bien el perfil de una oportunista y taimada mosquita
muerta experta en nadar y guardar la ropa tras cuya afabilidad y buenos modales
se esconde una mujer fría y calculadora. Claudio (Hernán Romero) es un verdadero aguafiestas; con aspecto de
pobre diablo, tímido, retraído y gruñón es quizá el carácter más sólido y
consecuente; acapara la escasa reserva de dignidad y de clarividencia que queda
en el grupo; sus accesos de sinceridad y su intransigencia con la impostura le
granjean la animadversión de todos y su inclusión en la categoría de bicho raro
que él parece aceptar resignado.
Gordon Craig.
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