<< […] No es posible, no tengo nada que valga la pena
robar. Pero el candado estaba en el suelo, serrado en dos. La puerta había sido
forzada. Llorando de furor, agitando ambos brazos ante sí como si quisiera
ahuyentar el mal, Lesser entró en su piso y encendió la luz. Lamentándose,
corrió de una habitación a otra, hurgó ciegamente en el armario del estudio,
entró danto un traspiés en el cuarto de estar y lo atravesó frenético entre
masas de viejas páginas manuscritas, pilas de libros desgarrados y discos
rotos. En el cuarto de baño, después de haber mirado en la bañera y de haber
emitido un largo, prolongado y triste alarido, el escritor, al borde la locura,
se desmayó. […] >>.
Bernard Malamud, “ Los inquilinos “.
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