<< A
pesar de haber estado sentado ante su mesa durante horas, aquel día, por
primera vez en más de un año, Lesser había sido incapaz de escribir una sola
frase. Era como si el libro le exigiera que dijera más de lo que sabía; no
podía hacer frente a sus despiadadas exigencias. Cada palabra pesaba como una roca.
Cuando uno lleva diez años escribiendo un libro, el tiempo añade tiempo a cada
palabra; pesan como rocas. El peso de esperar el final, de convertirse en
libro. Por mucho que luchara por proseguir, el pensamiento y las decisiones se
le resistían; Lesser sentía que la depresión se posaba en su cabeza como un
cuervo enfermo. Cuando no conseguía escribir, dudaba de su propio yo y esta
duda se manifestaba con reservas sobre la calidad de su talento y entonces se
preguntaba si sería talento real o una mera ilusión que él había mantenido para
seguir escribiendo. Y cuando dudaba de sí mismo no podía escribir. Sentado ante
la mesa bajo la brillante luz de la mañana, mientras hojeaba las páginas
escritas el día anterior, le habían entrado ganas de vomitar: lenguaje, forma,
su plan, su finalidad. Aquel maldito, incompleto, interminable libro, lo
mareaba. La disciplina de escribir, la vida totalmente entregada y en última
instancia limitada del escritor >>.
Bernard Malamud, “ Los inquilinos “.
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