De Brian Friel.
Versión de Manuel Benito.
Con: Bruno Lastra,
María Pastor y Felipe Andrés.
Dirección: Juan Pastor.
Madrid.
Teatro
de la Guindalera.
El fantástico Francis
Hardy, curandero prefigura algunos de los temas más recurrentes de la dramaturgia
posterior de Brian Friel así como algunos de los aspectos más relevantes de su
escritura. En particular la reivindicación de la memoria -con sus olvidos o con
su distorsión interesada de la realidad- como herramienta imprescindible para
la construcción de la identidad personal y el recurso a la narración polifónica
como sustituto del diálogo dramático que, en el caso de Molly Sweeney,
por ejemplo, habría de alcanzar cotas casi insuperables de perfección formal.
Sin salirnos del lenguaje, hay ya en la obra que comentamos atisbos de la
predilección del autor por la utilización de diversidad de registros
idiomáticos, variedades de uso, sociales y dialectales; encontramos asimismo
ese gusto por el paisaje y por el folclore irlandés, su intento de recrear, de
evocar, mejor, esa atmósfera ruda, primitiva, pero de resonancias místicas de
las zonas rurales de una Irlanda misteriosa y legendaria.
En El
fantástico Francis Hardy (Faith Healer, en el original) el tema del
tiempo y de la memoria se elevan a primerísimo plano; de hecho, la obra recrea
en cuatro largos monólogos (uno de cada personaje, a excepción de Hardy, que
abre y cierra la narración) la pintoresca y terrible historia de un
charlatán-curandero ambulante, el citado Frank Hardy, dotado de un misterioso
don para sanar enfermedades, de su mujer Grace y de su representante Teddy, por
los pueblos perdidos de Gales, Escocia e Irlanda malviviendo de los magros
emolumentos que les reportan sus curaciones. Las diferentes versiones que nos
ofrecen de los hechos realmente acaecidos los tres personajes, sus grandes
discrepancias, a veces interesadas, a veces inconscientes, la dosis variable de
ironía, de benevolencia, de nostalgia, de autocomplacencia o de resentimiento
con que se tiñe el relato de ciertos episodios cruciales de su vida en común, o
de sus antecedentes, o de sus consecuencias, nos demuestran cuan caprichosa y
acomodaticia puede llegar a ser la memoria, pero no nos impiden llegar a
establecer un fondo de verdad sobre el carácter de los personajes y sobre la
naturaleza de su experiencia compartida.
La versión de
Manuel Benito es pulcra, retiene ese carácter poemático, de composición
musical, que tienen los textos de Friel y resuelve con encomiable acierto los
giros, recovecos y cambios de perspectiva de una narración asaz elaborada, con
frecuentes paradas, avances, retrocesos, incisos y reformulaciones. La puesta
en escena es sobria, eficaz; tenues cambios en la iluminación y un atinado y
sugerente espacio sonoro marcado por el recurrente “The way you look tonight” subrayan los clímax y facilitan las transiciones
coadyuvando -como en el principio y el final de la obra- a generar ese halo de
irrealidad que impregna el relato, pero dejando todo el protagonismo al
trabajo, espléndido, de los actores. De hecho uno llega a pensar si en origen,
la elección de este texto -más allá de la devoción que la sala Guindalera
profesa por Brian Friel, de quien ha hecho ya tres montajes- no estará motivada
precisamente por lo que tiene de reto para poner a prueba el talento y la
preparación del elenco, por el desafío que supone experimentar con la oralidad
en estado puro, sin apenas acción dramática que la sustente. Y es el caso que
el resultado de la experiencia es excelente tanto por lo que respecta a la
labor de dirección como por lo que atañe al trabajo de los actores. Felipe
Andrés sortea con acierto el problema de caracterización de Teddy, el manager,
un anciano un tanto desaliñado, de aspecto frágil y modales corteses,
dicharachero, guasón, que parece sacado del baúl de los recuerdos, consagrado a
rememorar una y otra vez el extenso anecdotario de su azarosa existencia; su
facundia es sólo una pantalla con la que ocultar o dulcificar los malos
recuerdos. Contrastando con la mirada indulgente de Teddy está la trágica
figura de Grace (María Pastor) que es la viva imagen del resentimiento y de la
desesperación, la imagen de una mujer fuerte, temperamental, ajada por las
privaciones y el sufrimiento, incapaz de serenar su espíritu y compadeciéndose
a sí misma mientras pasa revista a sus tormentosas relaciones con su padre y
con Frank, a quien inexplicablemente parece seguir amando todavía. Bruno Lastra
por su parte da vida a un Frank lleno de encanto y simpatía; despliega desde el
primer minuto todas sus artes de seducción, que son muchas, empezando por su
penetrante mirada de benévola jactancia, siguiendo por la estudiada teatralidad
de sus gestos y movimientos, en particular los de sus manos de prestidigitador,
y por la sinuosa modulación de una voz cálida, aterciopelada y envolvente. Es
prodigioso el inagotable aporte de recursos del gesto, de la entonación, de las
miradas, de los silencios, que llevan a cabo estos actores, sobre todo Bruno
Lastra, a quien no habíamos tenido oportunidad de ver sobre el escenario y
María Pastor, en un trabajo verdaderamente antológico.
1 comentario:
Enhorabuena a la Guindalera por atreverse a montar una obra tan poco "convencional". Un placer para los espectadores. Gran trabajo actoral, muy buen montaje, muy acertada la versión. Y una vez más un gran texto dramático.
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