De Federico García Lorca.
Con: Nacho Vera,
Pep Tosar, Nao Albert, Guillermo Weicker, Laia Duran, David Boceta, Jesús
Barranco, Pau Roca, María Herranz, Jorge Varanda, Jaime Lorente, David Luque,
Irene Escolar y Juan Codina.
Escenografía: Max Glaenzel.
Iluminación: Carlos Marqueríe.
Dirección: Álex Rigola.
Madrid. Teatro de la
Abadía.
Es un lugar común entre la crítica
académica calificar a las últimas obras dramáticas de Federico García Lorca (Asi que pasen cinco años, El Público y la inconclusa Comedia sin título) de “teatro
imposible” o de “teatro irrepresentable” (el propio autor dudó de su
“viabilidad” escénica, al menos para el teatro de su época, primeros años 30
del pasado siglo). El montaje de El
público que ha hecho Álex Rigola y que puede verse en la sala San Juan de
la Cruz del teatro de la Abadía hasta finales de noviembre desmiente
taxativamente esta afirmación y constituye una gozosa y estimulante experiencia
personal y estética, salvado el vértigo que supone adentrarse en el rico
universo simbólico con el que el poeta desvela su convulso mundo interior, sin
tapujos ni contemplaciones hasta en sus detalles más escabrosos.
La obra no se articula en un argumento de
tipo convencional. En pleno proceso de indagación sobre la naturaleza misma del
teatro, sobre los límites de la representación y de experimentación con el
lenguaje poético, Lorca se va a servir de una imaginería marcadamente
surrealista y de una complicada estructura en la que se conjugan tiempos y
perspectivas distintas que cuajan en dos tramas paralelas -al modo de los dos
planos realidad/ficción de Seis
personajes en busca de Autor, de Pirandello-, la del mundo exterior, la del
teatro “al aire libre” según expresión de uno de los personajes (teatro
convencional, de puro divertimento), y la del teatro “bajo la arena”, el teatro
verdadero que trataría de revelar realidades íntimas y sentimientos profundos y
de despertar la conciencia aletargada de los espectadores viciados por la
práctica generalizada del drama burgués.
Teatro dentro del teatro, pues, con personajes
traspuestos al pasar de uno a otro plano de la acción -por ejemplo, la “Figura
de pámpanos” (Gonzalo) y la “Figura de
cascabeles” (Enrique) del cuadro segundo (“Ruina Romana”) son respectivamente
las figuras del Hombre 1 y del Director del cuadro primero, o las de “Traje
blanco de Arlequín” y la del “Traje de
bailarina” del cuadro cuarto-; lucha entre los diferentes disfraces tras los
que se oculta la verdadera identidad, un desprenderse de la máscara de la moral
que impide que se manifieste la verdadera personalidad del individuo. Teatro dentro
del teatro en el cuadro cuarto, también, donde se evoca a través de la figura
de una Julieta salida de su tumba, la máxima expresión de la tragedia amorosa
protagonizada por los amantes de Verona; o en el cuadro quinto donde Lorca hace
entrar en el mundo fantástico de la obra, envueltas en sus abrigos de pieles, a
las Damas del mundo real, o en el que convierte al Público en personaje
haciéndolo participar en la revuelta que se ha desencadenado contra el Director
del montaje de la inmortal tragedia shakespeariana.
Lidiar con una trama de complejidad tan
extrema no está al alcance de cualquiera, pero, como hemos dicho arriba, Álex
Rigola sale más que airoso del empeño apoyado a nuestro juicio en dos pilares
fundamentales: el riguroso tratamiento del lenguaje lorquiano, cuya
deslumbrante imaginería y su crudo realismo encuentra el encaje apropiado en la
voz y el cuerpo de los actores y en la acertadísima y, en ocasiones libérrima,
interpretación del rico universo simbólico del dramaturgo. Consecuente con la
sugerencia que nos hace en las breves líneas escritas para el programa de mano
del espectáculo, en las que nos invita a introducirnos "freudianamente” en
la cabeza de Lorca, todos los elementos plásticos y visuales del montaje
parecen enderezados a sumergirnos en las profundidades del sueño y a contemplar
imágenes que parecen sacadas del subconsciente, empezando por esa figuras de
rostros enlutados de Magritte que nos reciben en el vestíbulo y terminado por
la atmósfera marcadamente onírica -con vestigios del Music Hall- del espacio
escénico creado Max Glaenzel y por la iluminación tenebrista de Carlos
Marqueríe. Dejando de lado las acotaciones del propio autor, Rigola
reinterpreta la iconografía tradicional aplicando una rigurosa labor de
simplificación de elementos escenográficos (escaleras, biombos, arcadas, ..., y
de estilización y despojamiento en el vestuario, como en los atuendos de Traje
blanco de Arlequín (una simple gola) y Traje de bailarina (un tutú almidonado)
o como en los desnudos integrales de los Caballos blancos (dos viriles
garañones y una jaca de ijares de junco y de broncíneos pechos) que constituyen
quizá la mejor plasmación posible de las fantasías eróticas del Director;
siguen la misma tónica la figura de Elena, una estilizada y hierática
mujer-maniquí con vestido rojo de cola; o el Centurión del cuadro segundo
metamorfoseado en un gigantesco conejo de peluche, émulo de Bugs Bunny,
ensangrentado y pertrechado de un bate de béisbol. Al extremo de simplificación
metonímica se llega en la metamorfosis del Director y del Hombre 2 mediante un
ligero toque de lápiz de labios o en las contorsiones y en la gesticulación
grotesca de la Dama 5 (impresionante María Herranz) de la que se sirve Rigola
para representar la colección de caretas que llenan el armario que preside el
solo del Pastor Bobo.
El elenco en su conjunto hace un trabajo
espléndido desdoblándose en una multiplicidad de papeles y en una interminable
gama de tonos, gestos y actitudes, desde el sutilísimo intercambio de miradas y
poses insinuantes del cortejo del cuadro segundo que bordan Jorge Varanda
(Figura de Pámpanos) y Jaime Llorente (Figura de Cascabeles), abandonados a la
voluptuosidad de los cuerpos desnudos o contrariados en la riña de amantes
lanzándose inocentes reproches, pullas e invectivas, hasta la inquietante
figura de andar cimbreante y ademanes cautelosos del Caballo
Negro/Prestidigitador de un Juan Codina en estado de gracia. Su rostro
impenetrable, de mirada fría y sibilina, su estudiada gestualidad de nigromante
hacen de su figura enjuta embutida en un traje negro la efigie del mismísimo
Ángel de la Muerte. Last but not least y sin hacer demérito del resto
del elenco que como digo está muy acertado en la construcción, en muchos casos,
de personajes-símbolo, no puedo dejar de mencionar a Irene Escolar, que es una
verdadera fuerza de la naturaleza, ya como dama enlutada y doliente madre de
Gonzalo que se presenta como la Virgen María ante los soldados del sepulcro
para reclamar el cuerpo de su hijo, ya como una Julieta rebelde, enardecida y
vehemente que parece tener su ascendiente en otras heroínas de Lorca más que en
la amante de Verona. El final del cuadro cuarto rodeada de los tres lúbricos
Caballos blancos que quieren subirla a su grupa constituye una escena antológica
de una fuerza dramática y de una belleza plástica turbadoras.
Gordon
Craig.
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