Idea original de Chevi Muraday.
Textos de Pablo Messiez y Guillem Clua.
Con: Ernesto Alterio, Ana Erdozain, Sara Manzanos, Chevi Muraday, David Picazo, Maru Valdivielso y Alberto Velasco.
Dirección artística y coreografía: Chevi Muraday.
Dirección teatral: Guillem Clua.
Madrid. Naves del Matadero.
“Como los erizos, ya sabéis, los hombres un día sintieron su frío. Y quisieron compartirlo. Entonces inventaron el amor”.
No sé por qué, al intentar plasmar mis impresiones sobre este intenso y
conmovedor espectáculo de danza-teatro de Chevi Muraday que ahora se
estrena en La nave 2 del Matadero me vienen a la cabeza estas frases del
preámbulo al poema Donde habite el olvido de Cernuda. Quizá
por la referencia al impreciso y lejano pretérito de: “un día sintieron
el frío ...”, que está también en la nostálgica evocación de un pasado
remoto (“Hace muchos, muchos años, ...”) que hace Maru Valdivielso para
referirse a un mundo mejor (¿), a un mundo de certezas del que ahora los
personajes y la sociedad que representan se sienten irremediablemente
expulsados.
Aunque bien mirado, tampoco es difícil establecer un paralelismo
entre esos “vastos jardines sin aurora” de los que habla el poeta y el
paisaje de ruina y desolación en el que deambulan como sonámbulos los
personajes, islas a la deriva perdidas en un mar de escombros y de
incomunicación, tratando desesperadamente de encontrar algo que
compartir, de encontrar en el otro, en los otros, el apoyo que necesitan
para seguir viviendo. Y es que en esta obstinada determinación de
“seguir vivo entre las grietas” -expresada con angustia por uno de los
personajes-, hay una irreductible voluntad de resistencia y un punto de
optimismo que nos animan a encarar el futuro con esperanza. Y el candor
con el que se enseñan mutuamente a recuperar un gesto tan banal, en
apariencia, como es la sonrisa nos reconcilia con ese lado luminoso del
hombre que se niega a sucumbir al desconcierto y a la incertidumbre y,
en definitiva, a la muerte.
El lenguaje abstracto de la danza moderna en el que está codificado
el espectáculo se resiste a interpretaciones unívocas; con todo es fácil
descubrir en el movimiento aislado, conjunto o en los agrupamientos de
los intérpretes, imágenes del viaje, de la huída, de la persecución y
del exilio de unos seres inseguros y desconfiados, pertrechados de sus
humildes pertenencias y empujados por un muro (¿de incomprensión?, ¿de
egoísmo?) que segrega y que separa, que enseña y oculta. Imágenes de la
opulencia y de la pobreza; imágenes del sometimiento y de la seducción,
de la compasión y del miedo que destilan los cuerpos torturados de los
bailarines-actores sometidos a las exigencias de la música, de un ritmo
desasosegante e impetuoso.
Envueltos por una iluminación sectorializada y efectista, de marcados
contrastes, con un atuendo que parece rescatado de una pesadilla y en
el que se perciben veladas alusiones a los personajes de la ópera Rigoletto,
de Verdi, los actores parecen presencias espectrales pululando por
lugares ignotos, corriendo, saltando, abrazándose, besándose, luchando,
imbricados sus cuerpos con extraños artilugios hechos de objetos
cotidianos que se convierten en testigos mudos de la decadencia y del
abandono de un mundo en ruinas. Ensamblados en una especie de
practicables móviles -que recuerdan los “embalajes” o los
“objetos-prótesis” de los montajes de Tadeusz Kantor-, esos objetos,
despojados de sus atributos funcionales o utilitarios, adquieren vida
propia conformándose como elementos capitales de una escenografía
fantasmal y onírica, de un caos en permanente transformación, que
procura cuadros de una contundente belleza plástica, como esa poética,
casi mágica escena final, en la que el conjunto del elenco, encaramado
en una suerte de receptáculo en el que por fin han conseguido acoplarse,
desaparece ante nuestros ojos asombrados, alejándose raudo como una
estrella fugaz, apagándose y difuminándose en el oscuro con débil
resplandor de bengalas para reintegrarse en la inmensidad del cosmos.
Gordon Craig.
En el desierto. Matadero Madrid.
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